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Escritores en el exterior
Luis Fayad
A pesar de que en el intercambio comercial de Latinoamérica con Europa no se encuentran momentos en realidad culminantes y las formas de expresión de uno y otro lado, concebidas desde la misma civilización de Occidente, no han sido consideradas del todo como la correspondencia de ideas con diferentes resultados estéticos, los latinoamericanos que han pasado unos años en el otro continente obtienen una recolección de beneficios vitales y afectivos, y por lo general el inventario es ventajoso, aunque sus alcances se den sólo a nivel individual. El crecimiento de la emigración latinoamericana ha transformado un proceso que parecía natural, o sea el de jóvenes que salían a especializarse en sus estudios y el de profesionales que iban a ampliar sus conocimientos, al lado de otros que por algún capricho personal querían salir de su país. En las últimas décadas la irregular conformación política y la falta de consistencia social y cultural se han agravado en Centro-Sudamérica y son la principal causa de que tantas personas, familias, parejas, hombres y mujeres solos salgan de su país. Los resultados, de buenos o malos frutos, se reparten entre todos. El que haya elegido el oficio de escritor entra igual en esas permanentes circunstancias, en las que también vive las suyas propias.
Foto: Chema Madoz |
Para él se abre un espacio literario poblado de nuevos personajes e historias que crean nuevas maneras de contar. El lenguaje y la geografía derivan en una geografía literaria que le proporciona otros acentos, cuya influencia en la memoria y en el imaginario de su obra se resuelve con distintos grados de profundidad. No se trata de una asimilación a la otra cultura para llegar a un relevo, sino de una integración, e inclusive puede ser menos que eso pero siempre se le agrega una nueva perspectiva.
Las impresiones de la llegada, antes de que sea una costumbre vivir en el nuevo lugar, son parte del recuento que se hace un escritor. Más que evocaciones son imágenes que se renuevan por su cuenta, en ocasiones tan fuertes que pueden aparecer en exceso en la inspiración literaria. Para unos el escenario cambia del todo y los textos escritos en su propio idioma se ven concurridos por ciudades y calles de nombres extranjeros y personas de fisonomía distinta. Los personajes literarios son a veces sus compatriotas y él mismo, trasladados a una vida afuera de su país, o son unos y otros en una acción simultánea, o sólo se trata de personajes extranjeros.
Los casos extremos, sin elogios ni cargos, se dan entre los escritores que han asumido otra lengua, lo que equivale a tomar una nueva nacionalidad, mientras otros conciben su obra desde lejos de su lugar pero la construyen con su paisaje y su historia. En esta escala de los cambios tiene influencia la voluntad de perfeccionar los conocimientos que se traen como patrimonio, pero luego resultan más definitivas la experiencia y la observación que entran desprevenidas, sin intermediarios intelectuales. Con el tiempo el escritor se da cuenta de que las emociones que hace mucho vivió en tierras extrañas, debieron permanecer quietas durante años para madurar y así insinuarse como material de trabajo y volverse lenguaje.
El escritor recuerda que, sin advertirlo, en ciudades como Berlín o París, las impresiones estuvieron ampliadas por el encuentro diario con la multitud de la calle, con personas que en ese momento no eran más que transeúntes que cruzaban por su lado y todavía no hacían presentir que iban a formar parte de sus ficciones. Son las imágenes que salen de las esquinas como de espejos que ponen adelante los reflejos del mundo. Además, cada sensación y las excitaciones y sobrecogimientos van acompañados por el anhelo de repasar con la mirada lo que ya se había adelantado en los estudios y de aprender lo que se concentra en su mapa.
La condición propia y sus dimensiones de latinoamericano se conservan en el tiempo, lo que no impide sentirse entre los extranjeros como su compatriota y pertenecer, no por filiación sino por afiliación, a un nuevo sitio. Es la impresión que uno tiene cuando desde una ventana contempla los comercios instalados a lo largo de la calle y entre las ofertas distingue el aviso de un imbiss japonés, el de una boutique francesa y el de una librería italiana, y al salir a la calle encuentra un vendedor de flores egipcio, cruza al lado de tabernas griegas, alemanas, indias, vuelve la mirada atraído por los pitos y voces que salen del desfile de automóviles con que los turcos celebran sus bodas, y lee el cartel que anuncia la exposición de un pintor mexicano o el de uno húngaro y el programa musical de una pianista austriaca, todos radicados en la ciudad. Entonces parece que el entorno no pertenece a nadie y a la vez es propiedad colectiva, donde cada uno hace parte de un conjunto formado de otros diversos, que si bien pueden reconocerse por separado son inseparables, pues cada uno sirve para identificar la suma. Sus habitantes adoptan su nacionalidad mediante un trámite que no requiere de papeles y en el que no cuentan la voluntad y el gusto ni tiene por qué perderse la vieja manera de ser.
En todos anida el doble título de ser de aquí y ser de afuera, tanto en los que han nacido en la ciudad como en los que, por obligación o por libre albedrío, ruedan en la diáspora y llegan a un espacio al que ellos mismos ayudan a darle carisma y a crearle sus modos de vida. En todos existe un denominador común, un gentilicio otorgado por lo imposible de disociar individuos y agrupaciones que se complementan en la subsistencia material y en las confidencias de cada día.
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