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Fuera de lugar
Juan Tovar
Y a veces jugábamos a nada, a ser sólo tiempo y dejarse pasar paciente, puntual, cumplido, en las alas del ángel del silencio. Nadie se mira entonces, fijamente, en cada uno, y solapado se ríe de ver que se atormenta por no perder, ni aun ahora, la costumbre de sufrirse. No se sabe si se piensa, pero el caso es que nunca falta, recobrada la palabra, quien objete la angélica invocación y proponga nombrar al fenómeno el silencio universal, como primera providencia para encontrarle su lugar en el orden razonable de las cosas.
–Se trata, bien mirado, de un acontecimiento natural, sujeto a leyes y susceptible de verificación. Hemos observado, por ejemplo, que invariablemente se produce veinte minutos antes o después de la hora exacta, si omitimos por lo pronto ciertas irregularidades…
–Al contrario, le responden: las tenemos bien presentes. Antes que nada el mundo es así, escurridizo a lo exacto, y el tiempo real, no el que medimos, fluye siempre al arbitrio de un vuelo imprevisible…
–Más bien caída libre. No me vengan con oscurantismos, que éste es un juego científico. ¿O acaso olvidan algo en la sala seis?
El silencio que sucede a la discusión del silencio no es de hecho un silencio, si acaso me explico. Es parte del diálogo, como el nudo de la hebra: algo a desatar. El verdadero silencio, con el cual comenzamos y que volverá a producirse puntual a su hora, sería por el contrario un cabo suelto, punto y aparte, algo que concluye y pasa a inscribirse en el libro eterno que nadie lee y deslee, puesto de acuerdo consigo. No es éste aquel silencio: late en él una discordia, crece la urgencia de oír y decir y que se tire la piedra aunque se esconda la mano. Así, a trasmano, el ahorcado hablaba por alguno, sacándonos la lengua desde su farola:
Sombras y rostros deformes,
último sueño: despierto
al olvido postrero que cura.
el mal de nacer y morir
Y se recuerda aquella película que son dos mujeres, una sola y su alma, y la muda aprende a hablar y dice: nada, y la otra: vamos por buen camino. Llegamos pues al cine, lugar común si los hay, y se revive la historia de aquel exiliado cuyo crimen consistió en querer justificar allí los crímenes del hermano grande, como si tales pudieran existir. Lo sacaron por la puerta de emergencia y poco volvió a saberse de él, pero bien podemos suponerlo, si les place, detrás de la cámara que ahora encuadra el pálido semblante de aquel compañero de infortunio que rompiera lanzas por la razón: su gastada fiereza, la lenta desesperación que aflora al roce de las voces desconcertadas, sin alma ni temple que sostenga la apariencia o de algún otro modo proporcione el referente suficiente para una u otra mejor percepción e inteligencia de aquello que se trata, si acaso es algo, o bien lo contrario, es decir nada. Ameno el camino, sí, para quien sepa contentarse con lo que haya, día con día hasta el fin de los días. Aquél, se dice, no es de ésos. Parece que tuvo dinero. Lo perdió en el juego. Encarcelado por deudas. Algún hecho de sangre. Sí, la herencia. Padre alcohólico. Cretinismo en la familia. Esquizofrenia también. Mala cabeza. Lesión cerebral. Irreversible: nada que hacer. Quiere, trata, pero no entiende, no alcanza. No se conforma. Espera todavía. Se impacienta. Se pasea, claustrófobo.
–Hay que hacer algo, Iván. El tedio es atroz.
–Sí, reconoce el otro, la vida es dura en las estepas siberianas. Lamento de veras, hermano, que debas purgar así, todavía, ese antiguo crimen cuyo verdadero autor vendría siendo yo, pero ¿qué quieres que haga? Lo dije en el juicio: no me creyeron. Luego, recordarás, caí enfermo, y el hermanito descuidó los planes de tu fuga por estarse jugando con los niños…
–Todo eso es historia pasada.
–Pero fue entonces cuando algo pudo hacerse. Ahora nos separan miles de verstas, prácticamente un abismo infranqueable. Sabrás que la herencia se la llevaron los acreedores. No digo que toda: yo compré algunos libros y el hermanito, bendito sea, dispendió en caridades. Hizo poner una lápida en la tumba del idiota, pagó misas por su alma…
–¿Le haces cuenta de eso, Iván? No se regatea una última atención para con los muertos. ¡Que se vayan contentos y ganen pronto la paz de la nada! Yo digo los vivos: digo nosotros, ahora. ¿Qué vamos a hacer?
–¿Qué podemos hacer, hermano, sino respirar por la herida? Yo no padezco menos que tú. ¿Crees que la culpa sin castigo no se sufre tanto como el castigo sin culpa? Cuando pienso en lo que el exilio habría sido para mi alma, la sola idea me ennoblece. Una ducha fría, los pies en la tierra y a trabajar, nihilista, a construirte nuevamente desde lo elemental humano. Volver a ser bueno… Tú, que no has dejado de serlo, te aburres allá mientras yo, aquí, lloro de nostalgia al leer que quienes son sagaces para resolver el problema de la existencia casi siempre se quedan en Siberia y ávidamente arraigan allí, produciendo más tarde frutos dulces y abundantes…
–Sí, los hay que se hallan, y habemos los fuera de lugar. Tú en el mío, yo en el tuyo… No hay justicia.
–¿Y cómo va a haberla si matamos al padre?
–Yo no he matado a nadie, Iván, ni tú tampoco. Fue el idiota, en paz descanse. Y bien sabes que con el viejo no murió ninguna justicia, sino todo lo contrario.
–Si murió la injusticia, lo que nos pasa es justo. ¿De qué te quejas entonces?
–El tedio es atroz, Iván.
–Míralo de otro modo: si no fuera por el tedio, ¿de qué hablaríamos?
En este punto el hermanito podría terciar y recordarnos que los niños no conocen el tedio, que hay que ser como niños para entrar en el reino aquí y ahora –pero el hermanito ya no predica, y en todo caso ¿quién diría su parlamento? ¿Cómo tomar la palabra por la fe y la inocencia cuando ambas se han depuesto tácitamente en el umbral del juego? Nos conocemos, ¿no es así?, y nadie es mejor que nadie: todos farsantes indignos, descreídos irredentos que portan su existencia como una capa de plomo. El hermanito, entonces, calla en cada uno, y el silencio aligera nuestra carga, da alas al anhelo, se siente el viento de la gracia. Afuera, la noche también ha callado. Es cuarto menguante.
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