El castigo es ver la imagen de
la culpa en el espejo de la
propia soledad.
A Ingmar Bergman por su película
El lugar de las fresas |
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Un día soñamos con nuestra propia muerte.
Arribamos a una ciudad sin nombre
y miramos la hora en un reloj sin tiempo.
Entonces, recorremos
las calles del espanto
hasta ver nuestro cuerpo
cayendo de los brazos de la muerte,
sentimos la presión de nuestra mano
y la mirada de nuestros ojos
y se inicia vida...
se inicia como un sueño menos real,
como una sucesión de antiguas culpas,
como una pregunta lanzada
a la esfinge que sabe
la causa del dolor.
Quedó lejos la casa de la infancia;
la primavera recostada
en las márgenes del lago;
el misterio anochecido,
los besos en la nuca
y lo que no fue
y nos dejó
un sudor frío
instalado en las manos.
Después, el bien y el mal,
su vieja pugna
con las exigencias
y el frío solitario
y las noches aturdidas,
multiplicadas en las páginas del libro,
y la alegría muerta
en los brazos del tedio
y las palabras detenidas
y los ojos sin lágrimas
(recemos por que nos sea concedido
el don de lágrimas)
y nuestra soledad
girando, girando, girando
por la escalera de la noche
por el día,
por las tardes
perdidas bajo los muros,
lejos del muelle
y de las barcas ancladas,
y nuestra ignorancia
del crepúsculo
y la agonía no sentida
ni presentida
hasta que el sueño
nos la anuncia.
Crece el dolor
en el espejo de la soledad
Para vivir requerimos
el viento de la infancia.
El nacimiento
del crepúsculo
nos hace recordar
la morada del padre. |