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Tiradero a cielo abierto
En 1998, hace casi diez años, Martín Solares ganó el Premio Nacional de Literatura Efraín Huerta con el cuento El planeta Cloralex , en que juguetea con la idea de que el pueblo mexicano es tan sucio y proclive a vivir rodeado, metido hasta el cuello en basura porque no somos de este mundo, sino marcianos, alienígenas a los que no les importa el porvenir de esta simple estación de tránsito que es el planeta, porque nuestra sideral especie usa la basura tal que tecnología de conquista. Otros diez años antes, el mismo año en que se perpetró el fraude que impuso a Salinas de Gortari en la Presidencia de la República para hartarnos de grilla-basura, de guerra sucia y de basura neoliberal, un grupo tapatío de música medio roquera sacó un disco extraño en cuyo cuadernillo un breve texto de t . Mex lo describe como “producto hermoso, redondo, negro por ambos lados y con un agujerito en medio” que por su naturaleza irreverente habría de cocinarse forzosamente en el caldo de cultivo de “la abulia y la mochería de Guadalajara, Perla de Occidente”. El disco en cuestión es desde luego No me hallo , que al frente de El Personal compuso casi íntegramente el hoy desaparecido Julio Haro, músico y poeta que a su paso por este mundo dejó larga, deliciosa cauda de insolencias. La penúltima rola del disco es posiblemente una de las más famosas de El Personal y la que deberíamos entonar en lugar del Himno Nacional Mexicano, porque pinta un magnífico retrato de nuestra idiosincrasia logrera, revanchista y apática, facilona o, para ponerlo en términos peatonales, huevona. La canción es el “reggae montuno ecologista” Nosotros somos los marranos . Esto, con perdón reiterado de aquellas familias de ungulados a los que, además de denostar a lo largo de la historia, de llamarlos sucios, de hacerlos símbolos significantes de la coprofagia más espantosa, colgamos de ganchos, los destazamos, los salamos, los convertimos en perniles, embutidos, jamones, chorizos, butifarras, salchichas y salchichones para masticarlos en sanduchitos, caldos, cazuelas de potaje o tacos de carnitas sin siquiera darles las gracias. Francamente somos un asco de gente.
Y todavía otra década antes del disco de marras, en los cuentitos de Editorial Novaro que devoraba este entonces regordete mocoso aparecía un anuncio que siempre me causó impresión: una especie de Rico Mac Pato pepenador que iba regando basura a su paso: cáscaras de plátano, manzanas mordisqueadas, servilletas sucias en que había estado envuelto el sanduchito de queso de puerco… y el anuncio pedía que no fuera uno como “el cochinón”. Y ni así.
¿Por qué somos un pueblo de cochinones, de amantes del desperdicio, de inconsecuentes decoradores del campo con envases de refresco, envolturas de botana, bolsas viejas de supermercado o inmundos pañales rellenos? Pues porque a nadie le ha interesado hasta ahora enderezar una auténticamente masiva campaña en el más masivo de los medios masivos mi querido Perogrullo, la televisión, para que dejemos o siquiera disminuyamos la brutal cantidad de basura que estúpidamente nos echamos encima todos los pinches días.
Hace poco veía yo en la tele la noticia de un derrame de petróleo en un arroyo de Veracruz. Pero resulta que el arroyo ya era un nauseabundo correr de aguas negras desde hacía mucho tiempo. Y acumulaba una horripilante población de mojones y botellas de cloro y refrescos, detergente y latas oxidadas. Y los vecinos, peleando lugar a cuadro, vociferaban su indignación por la presencia del hidrocarburo. ¿Y ellos, imbéciles en su indolencia, por qué nunca limpiaron ese cauce, por qué nunca se preocuparon de que sus propios desperdicios, su mierda, no fueran a parar al río? ¿Con qué cara podían pedir reparaciones si ellos mismos son causa de un mayúsculo crimen ecológico?
Así que me pregunto si, en lugar de estar haciendo babear a la gente con estupideces como el casting de High School Musical versión chafa, digo, México, o la resucitación de un Timbiriche pletórico de taras, las televisoras ponen a sus ninfetas trasnochadas y a sus apolos de antro a crear siquiera mínima conciencia del terrible impacto que nuestras acciones diarias, la cotidiana estupidez colectiva del mexicano, aunque habrá quien se enoje por el término, han tenido, siguen teniendo y tendrán en esta pobrecilla comarca en que tuvo a mal posarse, incauta y culposa, un águila para zamparse una serpiente. Ambas, por cierto, se han extinguido en este tiradero a cielo abierto que tenemos por cuerno de la abundancia.
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