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Ana García Bergua
Cultura de crucigramas
Hacer crucigramas da culpa porque uno se siente particularmente estúpido, abismado o deprimido. Podría estar leyendo a Dante y aquí estoy llenando cuadritos con una concentración digna de mejor causa, se dice uno avergonzado (lo que sigue es mirarse al espejo y murmurarse cosas feas). Y, sin embargo, tienen algo de irresistible, de tarea por hacer, de gancho para los obsesivos: ¿capital de Burundi?, ¿afamado torero?, ¿río de seis letras que corre por la península arábiga? Y de repente la capital de Burundi adquiere una importancia desmesurada, incluso a mitad de conversaciones sesudas, políticas, estéticas, poéticas, de las que parecen importantes, como una mosca latosa, insistente, que lo puede llevar a uno a interrumpir como quien no quiere la cosa: por cierto, ¿alguien se sabe la capital de Burundi?, ¿figura geométrica de veinte lados?, ¿famosa canción de Consuelito Velázquez de diez letras? Algunas cosas uno sólo las sabe porque sirven para ponerse en los crucigramas, como que altar es “ara” y hogar es “lar”, o como que la decimoséptima letra del alfabeto es la p y que el símbolo del Roentgen es Rg. La verdad es que por más que uno se afane, es difícil hacer encajar semejantes conocimientos en una conversación, a menos que uno sea muy religioso:
–Esta muchacha, que por cierto se llamaba igual que una de las hijas de Lot, la que tiene cuatro letras (no me malinterpretes) el otro día…
–Pues el ara de San Gervasio está muy salitroso.
Son conocimientos de la llamada cultura (extremadamente) general, eso sí, a veces acomodados de una manera admirable o muy juguetona. Los crucigramas me hacen recordar a la protagonista de la película Small Time Crooks , de Woody Allen, la esposa de un ladrón que se enriquece haciendo galletas, quien, para progresar intelectualmente, se aprende todas las palabras de la a del diccionario e hilvana unas conversaciones curiosísimas, con frases como ésas que de niños hacíamos con una sola letra (Pedro Pérez presenta panoramas poco probables).
Ilustración de Juan G. Puga |
Los crucigramas son objetos de domingo en la tarde –esas tardes particularmente eternas, que siempre se evocan como lluviosas y nubladas aunque no lo sean– cuando las familias escuchan cualquier sucedáneo de la Hora Nacional : son hermanos de las revistas, de los horóscopos que compiten por anunciar la felicidad o la discordia, del peligrosamente adictivo sudoku, de las esperas absurdas a que el tiempo pase, a que llegue el lunes y el mundo se eche a andar de nuevo. También son hermanos de los viajes y de las esperas en las estaciones y los ominosos consultorios. Dicen que, cuando uno muere, se le aparece toda su vida como en una película; yo supongo que será como un crucigrama, una especie de rompecabezas de informaciones dispersas que quizá después un ser supremo armará en algún domingo celestial.
De niña me gustaba leer una colección de antiguas revistas que tenía mi padre: Revista de Revistas , El Universal Ilustrado , casi todas de los años veinte o treinta. En sus últimas páginas había un crucigrama, el cual, por lo común, estaba a medio llenar. Siempre imaginaba a la mujer que cada domingo de aquellos años se había sentado a llenar una parte del crucigrama, generalmente con lápiz bicolor, y lo abandonaba de repente, llamada por tareas urgentes. Me gustaba pensar que ese momento en que se sentaba con su crucigrama era para ella un limbo, un remanso: ¿escucharía la radio mientras?, ¿se habría quitado el mandil o seguía en la cocina?, ¿trataría de olvidar alguna cosa?, ¿a quién interrumpiría para preguntarle las palabras que ignoraba?: sinónimo de perezoso, barca que se construye con troncos, insulto que se grita a los vendedores en Perú, con ocho letras… Uno de los cuentos de Grieta de fatiga , de Fabio Morábito, trata de dos hermanas que hacen crucigramas desde dos puntos opuestos del mundo. La primera hace el crucigrama y borra las letras después. Luego se los envía a la hermana, quien los vuelve a llenar pacientemente. Cuando una de ellas muere, la otra lo sabe porque no le llega el crucigrama. A las hermanas de ese cuento las unen esas palabras borradas y vueltas a escribir, como el guión de un misterio.
En realidad, quién sabe a qué país se va uno cuando se abisma en un crucigrama, a qué Nunca Jamás infantil viaja sin remedio. Si, después del cataclismo que siempre acecha, dentro de mil años, lo único que reste de nuestra civilización sea un crucigrama, el ser que lo encuentre tendrá en qué ocuparse.
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