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Poesía en voz alta
Sabida
es la intermitencia del teatro mexicano en su relación con
las vanguardias. Lo que de los movimientos de avanzada extrapola
y asimila, lo que alcanza a allegarse del gran teatro del mundo
para insertarlo dentro de su propia tradición, suele estar
marcado por el signo de lo tardío y lo extemporáneo,
cuando no del estigma para quienes se atreven a insinuar vasos comunicantes
con los movimientos que proyectan una tentativa de renovación
para un arte de suyo conservador. Formal, estética, ideológicamente,
nuestro teatro se ha vinculado con la avanzada escénica mundial
casi siempre desde el choque y el aferramiento a lo que supone tradición
y continuidad.
Por todo ello resulta
de sumo interés asomarse a un volumen que da cuenta puntual
de uno de los puntos más altos en la historia del drama mexicano
en el siglo xx. Fundado curiosamente (o no tanto si se piensa dos
veces) por personalidades casi todas con trayectorias en disciplinas
ajenas al fenómeno escénico, Poesía en Voz
Alta fue una empresa de avanzada a mediados del siglo pasado a partir
de premisas revulsivas que aun en estos tiempos se perciben sensatas
e incluso necesarias para un gremio eternamente volcado sobre la
contemplación de su propio ombligo. A más de veinticinco
años de su primera publicación en inglés por
la Universidad de Missouri, es hasta ahora que podemos inmiscuirnos
en un estudio que documenta exhaustivamente el movimiento surgido
en el desaparecido Teatro del Caballito. Debido a la académica
estadunidense Roni Unger, Poesía en Voz Alta ha visto
la luz en castellano, traducido por Silvia Peláez y editado
por el inba y la unam.
Las Arquetipas, Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe |
Se da por sentado, pero
se le considera poco en su real dimensión: Poesía
en Voz Alta pensó como epicentro del teatro a la palabra,
con la consecuente decantación por confeccionar sus ocho
programas con textos que entrañaban un predominio de la verbalidad
refinada que implicaba, desde luego, cierto replanteamiento de las
formas de interpretación imperantes en el teatro nacional
de la época pues, no obstante los hallazgos de ejercicios
de avanzada anteriores como Teatro de Ulises, continuaba el predominio
del drama realista y naturalista y de la escuela de actuación
que los sostenía. Que entre sus principales gestores y animadores
se contaran literatos de la talla de Juan José Arreola y
Octavio Paz, tal y como entre quienes impulsaron las noches de teatro
del Ulises décadas atrás se encontraban Xavier Villaurrutia,
Salvador Novo y Gilberto Owen, no debe mirarse sólo como
la mera explicación de una serie de elecciones programáticas,
sino como el origen de un despliegue poético. Revisando la
composición de los dos primeros programas, los que tuvieron
a Arreola y a Paz como responsables literarios, uno puede dar fe
de un abanico textual ecléctico pero hermanado en torno a
una apuesta que se correspondía en los hechos con la declaración
de intenciones. "Renunciamos lúcidamente acotaba
Arreola a la mayoría de los recursos técnicos
que pervierten y complican el teatro moderno." Para ello, se
necesitaba un repaso somero pero sustancioso por lo más granado
de la dramática occidental: de Juan del Encina a García
Lorca, de Sánchez de Badajoz a Lope de Vega, de Tardieu a
Ionesco, todo teatro textual, de la palabra, en el sentido menos
espurio del calificativo.
Se puede decir que entre
los mayores hallazgos de Unger como relatora historiográfica,
amén de la revisión de sus ocho programas y de las
entrevistas realizadas con algunos de los protagonistas, es la consideración
de Poesía en Voz Alta como una sinergia integral cuya aportación
no se circunscribió a lo textual. El diseño escénico,
debido en un principio a Leonora Carrington y sobre todo de Juan
Soriano, implicó un rompimiento con las convenciones realistas
del tratamiento del espacio, el tiempo escénico y el color,
además de vincular al intérprete con el dispositivo
escénico mediante una poética que tenía poco
de naturalismo y mucho de sentido contemporáneo. Si consideramos
además que allí se formaron algunos de quienes habrían
de cimbrar el teatro mexicano en décadas posteriores (Mendoza,
Gurrola, Ibáñez, Nancy Cárdenas, etcétera),
la prosa desenfadada de Unger y la fina traducción de Peláez,
el libro es una lectura perentoria para quien quiera asomarse a
la historia, evocar una época ida y pensar una vez más
la relación del teatro mexicano con la modernidad.
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