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Las muchas Fridas
Gabriel Santander
Frida en San Francisco, 1940
Foto: Nickolas Muray |
Poco
a poco, como si desde el principio esta mujer supiera que iba a
convertirse en el emblema artístico de México, Frida
Kahlo fue una prodigiosa inventora de imágenes, entre otras,
la suya propia. El personaje es hoy, gracias, entre otras cosas,
a la multitud de estudios biográficos, una artista múltiple,
tan fascinante como poliédrica y enigmática. A esto
hay que agregar que es una de las protagonistas más célebres
del movimiento feminista del siglo xx. De suyo propio, la artista
nacida en el barrio de Coyoacán, Ciudad de México,
el 6 de julio de 1907, podría ser tan famosa y polémica
como lo es hoy sin la ayuda de la reivindicación política
femenina, sin embargo, quizá no tendría la dimensión
internacional que el feminismo hizo de su figura a partir de la
década de los ochenta. Un libro catalizador de esta tendencia
fue el escrito por la magnífica autora norteamericana Hayden
Herrera, Una biografía de Frida Kahlo (1983, Harper
& Row, Publishers) cuya visión de la pintora mexicana
contribuyó mucho al mito de Frida como una luchadora social
y al mismo tiempo estandarte del sufrimiento de una mujer lacerada
por el dolor y la angustia. Sin embargo, la lectura de esta elaborada
biografía también nos revela qué tan mexicana
podía ser la autora del deslumbrante cuadro Unos cuantos
piquetitos, donde el absurdo y el fervor mexicanos se expresan
con una violencia tragicómica.
Afortunadamente, Frida
ha superado cualquier estereotipo y en la actualidad las interpretamos,
a ella y a su obra, de una manera más rica y plural. En este
2007, cuando se celebra el centenario de su nacimiento, podemos
apreciar a una Frida Kahlo que tenía mucho de sufrida, pero
también a una mujer más liviana y amante de la vida,
de sus placeres y contradicciones.
La historia es y comienza
complicada. Frida sufrió de poliomielitis a edad temprana
y fue víctima de un fatal accidente de tránsito en
1925, cuyas heridas y secuelas viviría hasta el final de
sus días. Entre otros cuadros, La columna rota (1944)
y Recuerdo de una herida abierta (1938) son testimonios de
la feroz contundencia de estas dolorosas vivencias. Además,
la pintora tuvo varios abortos y el cuadro Mi nacimiento
(1932) no deja duda sobre lo traumático de esta experiencia.
Como es sabido, Frida
fue esposa del gran muralista mexicano Diego Rivera, con quien contrajo
nupcias, por vez primera, en 1929. Esta relación ha sido
objeto de libros, películas y una fervorosa leyenda. Fue
en parte la intensidad de esta relación lo que provocó
que Frida tuviera el carácter y magnetismo que la hacen hoy
insustituible.
Su forma de ser siempre
fue una mezcla de sensualidad y extraña ironía. Y
ya desde la preparatoria comenzó con ciertas excentricidades
en el vestir y el arreglo. En este escenario tienen algún
significado sus experiencias lésbicas que comenzaron furtivamente
cuando aún era una colegiala.
Para esos años,
la década de los veinte y treinta, el gran Diego era el pintor
más famoso de México. Frida, su esposa en ese entonces,
era célebre pero ni de lejos lo que era Diego Rivera en la
vida social y política de México.
En 1930 el pintor es
invitado a Estados Unidos a realizar una serie de murales en Detroit,
Nueva York y San Francisco. Lo acompaña Frida, y como nunca,
se siente sola y abandonada. Diego, cuyo gusto por coquetear con
las mujeres era tan ancho como su barriga, no dudó en llevar
una intensa vida social. En San Francisco, mientras Diego pintaba
un mural para la Casa de Bolsa encargado por William Gerstle, Frida
se dedico a pasear por el barrio chino y adquirir seda negra para
coserse largos faldones. Aunque para comienzo de los treinta ya
utilizaba atuendos y ornamentos mexicanos, no es sino hasta la época
en Estados Unidos que la pintora se crea una imagen que ella sabía
perturbadora y diferente. Como hemos dicho, desde que era adolescente
en la preparatoria, Frida comenzó con ciertas excentricidades
en el vestir y en el arreglo. De hecho, es muy conocida la fotografía
de su padre Guillermo Kahlo (de origen alemán e importante
fotógrafo) que tomó a la familia en 1922. La hija,
bautizada como Magdalena Carmen Frida, aparece vestida de hombre.
Pero es hasta que la pintora se enfrenta con la indiferencia de
la socialité norteamericana que decide crearse un
auténtico y radical out-fit. De manera certera e irónica
confiesa Lupe Rivera Picos, hija de Diego Rivera: "Esos
atuendos eran perfectos para andar en Maniatan, pero un desastre
para ir al mercado."
Frida y Diego, San Ángel,1938
Foto: Nickolas Muray |
Este apego y fascinación
por "la apariencia" es muy significativo, porque lejos
de trivializarla la hacen más humana, comprensible y delicada.
Que Frida fue una comunista, una luchadora social, una mujer herida,
sí, pero también era alguien que amaba divertirse
y compartir. Probablemente, en su centenario, es una de las mejores
cosas a recordar. En este contexto no dejemos de lado su activismo
político, que muchísimo tenía que ver con su
amor a México. Su conciencia despierta con el estallido de
la Guerra civil española en 1936. Aunque nunca perteneció
al Partido Comunista Mexicano, compartía un gran entusiasmo
por el líder socialista soviético León Trotsky,
a quien México da asilo y ella lo recibe en Tampico en 1937.
Y este hombre de la historia viviría con Frida un capítulo
muy parecido a las comedias francesas de enredos. Otra vez deber
y placer se confundían en esa vorágine que fue Frida
Kahlo cada día de su existencia.
Frida encontró
en los trajes típicos mexicanos una fuente de inspiración
y, si somos maliciosos, una moda. Así lo vieron los franceses
y un poco antes los norteamericanos. Esto de su "imagen publicitaria"
tiene mucho que ver con el fotógrafo norteamericano de origen
húngaro Nickolas Muray. Él, que vivió otro
capítulo amoroso con la pintora, tuvo la gracia de retratarla
en la década de los treinta como algo más que material
exótico. Así fue como se le abrieron de par en par
las puertas, es decir, las páginas de Vanity Fair,
gracias también a la intuición de la famosa editora
de la publicación, Clare Luce, a quien la mexicana sedujo
de inmediato. De hecho, el viaje que hizo Frida Kahlo a Nueva York
en 1938, en ocasión de su exposición en la galería
de Julien Levy, fue definitivo en cómo ella se concibió
y, entonces, cómo el mundo la reconoció después.
Este viaje fue definitivo; antes, sólo había logrado
vender cuatro cuadros al actor norteamericano Edward G. Robinson;
en cambio, en la exposición de la galería de Levy
pudo vender casi todo, lo que le otorgaba independencia económica
a una mujer que había dependido casi siempre o de sus padres
o de su marido el muralista Diego Rivera. Por esos años,
quizá, Frida vive su mejor época, sin estar flagelada
por el dolor de la enfermedad y por ser eventualmente libre de la
atención y el amor de su panzón, Diego.
Foto: Lola Álvarez Bravo |
Poco después,
Frida viajó sola en 1939 a Francia donde tendría una
exposición en la galería parisina Pierre Colle, muestra
que fue organizada por el entonces padre del surrealismo, André
Breton, quien desde México quedó prendado de Frida,
al grado de bendecirla como artista surrealista y definirla como
una cinta alrededor de una bomba. La estela de formas y colores
que impregnó Frida en París no fue menos explosiva.
En ese año la prestigiada revista francesa Vogue le
dedicó la portada, convirtiéndose así en la
única mexicana que ha aparecido al frente de esta célebre
revista de modas. Su magnetismo llegó al medio de la alta
costura, pues sus trajes de tehuana acompañados de la joyería
tarasca encantaron a Schiaparelli, la diseñadora de un famoso
sombrero con forma de zapato. Inspirada en ella diseñó
un vestido que llevó por nombre "Madame Rivera."
En este contexto, habría que agregar que Frida fue muy mexicana
en un sentido auténtico; más allá de la apariencia
y el jolgorio. La influencia que tuvo la cultura popular en ella
no sólo fue expresada en sus atuendos sino en su misma obra
plástica.
En México, algunos
católicos suelen pintar en pequeñas láminas
milagros y anécdotas religiosas conocidos como exvotos. El
resultado son imágenes rústicas y tragicómicas.
Este estilo frecuentemente aparece en Frida, claro, llevando este
primitivismo visual a un nivel estético más complejo.
El rostro cejijunto,
el insinuado bigote y el peinado de influencia indígena eran
parte de su inolvidable porte. De hecho, se dice que para ella peinarse
era un ritual acompañado de flores y música. Quienes
la conocieron afirman que podía pasar horas con una aguja
agregando y quitando listones y ornamentos. Todo este look inspirado
en la artesanía popular mexicana tuvo un impacto que a veces
olvida la calidad y hondura de su obra plástica. Sin embargo,
al crearse esta imagen, lejos de disminuirla la convierten en un
ser más complejo y desafiante.
Frida pintando su corsé,Hospital ABC,1950
Foto: Juan Guzmán |
En la década de
los cuarenta, la enfermedad y el dolor vuelven a instalarse con
impecable ardor en su vida. A la fecha llevaba más de treinta
operaciones en la columna. Por esos años lleva una vida llena
de vicisitudes con el amor de su vida, Diego Rivera, quien le pone
los cuernos con su propia hermana, Cristina Kahlo. Ejemplo de los
altibajos de esa relación y del mundo emocional de Frida
es el divorcio que firman a principios en 1939, casándose
por segunda ocasión el 8 de diciembre de 1940. Frida, que
por esa época padecía, entre otros, terribles dolores
en la espina dorsal, se bebía una botella diaria de brandy,
sin contar la letanía de medicamentos que consumía.
No es casual que uno de sus más enigmáticos cuadros
haya sido pintado en ese tiempo, Las dos Fridas (1944) que,
como hemos visto, son en realidad muchas Fridas.
A cien años de
su nacimiento, feministas o no, nada impide seguir admirando a esta
artista con todas sus contradicciones, veleidades y caprichos y,
sobre todo, contemplar su abismal propuesta pintada con su inolvidable
encanto.
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