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Gabriel Cocimano
El Mercosur y la tierra purpúrea
De las intrigas británicas del siglo XIX a la intermitente actualidad del Mercosur, el viejo sueño de la integración latinoamericana ha estado siempre rodeado de esporádicas luces e incontables sombras. Con el nuevo milenio, el continente pareció clausurar el ciclo liberal que lo había asfixiado durante los años noventa, y comenzó a generar un clima apto para la realización de un proyecto alternativo común.
Lejos de constituir un bloque homogéneo –imposible en un continente que ha sido balcanizado no sólo por sus propias diversidades, sino también, y más aún, por la dinámica de los poderes mundiales–, pero con la certeza de un destino colectivo, las naciones latinoamericanas tienen ante sí una ocasión única de cambio histórico: apropiándose de las experiencias del doloroso pasado reciente y de la coyuntura política mundial, apuestan a conformar un bloque de peso en las decisiones políticas y económicas del planeta. Proyecto que sistemáticamente habían saboteado la Europa colonialista y Estados Unidos a lo largo de los últimos doscientos años de historia.
Sin embargo, rencores y mezquindades políticas, acuerdos financieros y económicos parciales y alianzas efímeras hubieron de enrarecer el aire regional: la ruptura de la comunidad de Naciones Andinas, el conflicto de las papeleras entre Argentina y Uruguay –que aleja a éste último del bloque y lo hace coquetear con Washington–, la soledad de Paraguay y el recelo chileno por la integración son algunos de los obstáculos del naufragio siempre latente del bloque continental.
La reciente firma de un Acuerdo Marco de Inversiones y Comercio entre el gobierno del presidente uruguayo Tabaré Vázquez y Washington –paso preliminar para un Tratado de Libre Comercio que pondría a Uruguay en la puerta de salida del Mercosur– es un golpe político que hiere al bloque regional. Abortado el proyecto del alca en toda el área sudamericana –por la decisión de sus naciones, en especial de Brasil, que intuyó no sin razón más pérdidas que ganancias en esa iniciativa norteamericana– Estados Unidos debió cambiar su táctica, aunque ha mantenido incólume sus objetivos estratégicos.
Un acuerdo de libre comercio con Uruguay es para Washington más una apuesta geopolítica que una estrategia de rentabilidad económica. Por un lado, acordar bilateralmente con los países más débiles del área, presionando por los servicios y las compras gubernamentales –objetivos del alca– equivale a mantener cabeceras de playa en el adverso escenario que Estados Unidos encuentra hoy en la región. Por otra parte, constituye una argucia para minar el peso del Mercosur y el crecimiento de algunos de sus países miembros.
La intensidad de la crisis por la instalación de las papeleras, el fastidio por la oposición argentina a su puesta en funcionamiento, y el eterno reclamo de medidas concretas para resolver las asimetrías con los otros miembros del bloque regional, alentaron a Uruguay a plantear un tratado de reducción arancelaria binacional con Washington, que más que una medida concreta aparece como una suerte de despecho e infidelidad política hacia sus vecinos.
"El tren solo pasa una vez", había afirmado Tabaré en relación a un tlc con Estados Unidos. Mientras tanto, en el ámbito regional, Uruguay pretende negociar con Brasil acuerdos para una serie de intercambios comerciales, sobre todo en materia textil y automotriz, y compensar el fuerte desequilibrio comercial, y además espera demandar una reivindicación política: que Brasil participe en forma más activa en la solución del conflicto que Montevideo mantiene con Argentina por las papeleras. Sabe Uruguay que un acuerdo con Washington evidenciaría aún más su disparidad geopolítica.
Pero, en esta materia, la historia debe dejar sus enseñanzas. Cuando en 1826 el embajador británico en Río de Janeiro, lord Ponsomby, reafirmaba con cinismo el interés del gobierno inglés por la balcanización del Río de la Plata –"Europa no consentirá jamás que sólo dos Estados, Brasil y Argentina, sean dueños exclusivos de las costas orientales de la América del Sur"– apuntaba a que su diplomacia y su comercio puedan controlar un puñado de pequeños Estados para desplegar su juego de dominación sobre ellos. Las intrigas finalmente dieron resultado: al constituirse la Banda Oriental como una nación independiente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, se fortaleció la política colonialista británica y se debilitaron las jóvenes naciones sudamericanas y sus endebles gobiernos. Ya Artigas –el eminente caudillo de la Banda Oriental– se había exiliado en Paraguay, víctima de esas intrigas, manejadas a discreción por la diplomacia imperial británica y sus personeros locales. "Ya no tengo patria" diría, al saber que su sueño grande se había perdido definitivamente en la balcanización.
Años después, en 1885, el escritor Guillermo Enrique Hudson hubo de retratar magistralmente el paisaje y la campaña de la Banda Oriental del Uruguay en su admirable trabajo La tierra purpúrea que Inglaterra perdió. Sugestivamente –acaso por intuición, realismo o fina ironía– en la edición definitiva la obra terminó por llamarse simplemente La tierra purpúrea.
Hudson –hijo de norteamericanos nacido en Argentina, pero inglés por adopción– fue precisamente un hombre en tránsito entre mundos, un condenado a la nostalgia y al exilio interior, que describió con talento y frescura una tierra de aluvión migratorio, un pueblo transplantado, según lo habría de definir Darcy Ribeiro. Como Uruguay –y también como casi toda Latinoamérica– Hudson tuvo una vida escindida y un destino lleno de migraciones y fugas, una existencia inestable y fronteriza, acaso marginal, por su propia condición de transplantado. Esa "tierra purpúrea" asiste hoy al desencuentro con el Mercosur y amenaza con una ruptura que minaría el panorama regional.
Los hilos invisibles de la intriga sobrevuelan el horizonte continental. El juego receloso y narcisista de la política parece torcerle el rumbo a la utopía. Con su mirada espectral, Artigas aún contempla la frustración de casi dos siglos.
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