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VERÓNICA MURGUÍA
EL CHANGO DE CEMENTO
Hay gente que nace, vive y muere no sólo en la misma ciudad, sino en el mismo barrio. Eso ha de ser genial; supongo que esas personas, si nacieron aquí, a pesar del carácter caprichoso y variable del paisaje del df, se sienten profundamente identificadas con aquello que los rodea.
Yo, apenas me identifico, me mudo. Crecí en Ciudad Satélite, que en el nombre lleva la fama, porque me pasé la infancia en la luna. Ciudad Satélite no tiene carácter ni fisonomía. Es como un hotel genérico. Puede estar en Hong Kong o en Naucalpan: siempre será igual y el menú resultará persistentemente insípido. Muy tranquilo, eso sí.
Cuando mis padres, que en sus juventudes tenían un ímpetu explorador digno de Cabeza de Vaca, decidieron cambiarse a Axomiatla en la delegación Álvaro Obregón, allí no había casi nada construido. Desde la ventana de la cocina veíamos borregos y caballos, y una vez encontré un conejo en el jardín. Era idílico, hasta que le daban a uno ganas de comprarse una paleta, pues el mercado más cercano estaba a tres kilómetros y no había transporte.
Los autobuses no llegaban hasta esos rumbos, y cuando a mis hermanos y a mí nos hostigaba la nostalgia, nos íbamos a Ciudad Satélite a ver a nuestros amigos en peregrinaciones que duraban hasta tres horas hace más de veinte años, es decir que la distancia, no el tráfico, era lo que determinaba la duración del viaje.
Afortunadamente cualquier nostalgia que nos inspiraran las torres de Satélite, ese extrañísimo monumento muchos niños del rumbo creían que las torres eran edificios sin ventanas, fue reemplazada apresuradamente por la sorpresa que nos causaron ciertos hallazgos arquitectónicos a los que nos enfrentamos. Las peregrinaciones a Satélite fueron sustituidas por azarosos viajes en camión o en metro, para ver y conocer la ciudad. Nos tomó por sorpresa. No me refiero a las ruinas mexicas, la majestuosa arquitectura colonial o a las iglesias decimonónicas. Tampoco a las casas porfirianas o el delicioso déco de la Roma y la Condesa. Esas visiones nos apantallaron, pero no nos inspiraron tanta afición como otras expresiones personalísimas que sobresalen en medio de un paisaje, de por sí caótico, como manifestaciones consumadas del relajo.
Casas rusas, inspiradas por el Kremlin, con todo y cúpulas en forma de cebolla, casas forradas de azulejo y pobladas por reproducciones de esculturas griegas ejecutadas en fibra de vidrio pintada con esmalte dorado, casas salidas de los Supersónicos, castillos normandos, el atlante de Tula de plástico en el jardín (mencionado ya por Ibarguengoitia), partenones, balcones provenzales, mezquitas mozárabes, pagodas chinas, torres fortificadas
tampoco podía faltar el nacionalista que decidió vivir en una versión aligerada de una pirámide azteca, y no me refiero sólo al Anahuacalli.
Estas expresiones no están limitadas por la zona o el dinero. Uno de los pocos aspectos en los que esta ciudad es democrática es en la admirable repartición de la extravagancia; en las Lomas o el Pedregal hay tantas casas que parecen construidas por el inventor de la montaña rusa como en las colonias clasemedieras o en las zonas populares. Y por eso vuelvo a mi idea primera: quien construye una casa tan personal como las mencionadas, tiene, supongo, la intención de vivir en ella para siempre. Es una afirmación de su personalidad, de sus gustos y sus recuerdos, de sus pulsiones más íntimas. No las edifican pensando en rentarlas.
Mi favorita, aunque no sé si podría encontrarla de nuevo, era una casa ubicada en la colonia Alfonso xiii. Dicha casa era una construcción de cemento que simulaba ser una cabaña de madera, hecha con troncos, semejante a los expendios de tortas y algodón de azúcar de Chapultepec. El audaz constructor de este inexplicable lugar le puso un chango de cemento sentado sobre un balcón en el segundo piso.
Me inspiró una curiosidad tal, que hasta averigüé quién era Alfonso xiii. Imaginé a un monarca explorador del África o de las selvas amazónicas, y resultó que no, que dicho rey nació en España en 1886, se casó con una princesa inglesa y se exilió cuando triunfó la República. El chango no tiene que ver con el nombre de la colonia y, si me apuran, con nada del df.
La verdad, no me extraña. A falta de armonía, belleza o seguridad, algunos han escogido la fantasía. El resultado es, casi siempre, aturdidor. Como tanta cosa en este país.
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