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Ludus
A Milena, en su cumpleaños.
En un episodio contado en San Marcos 10, 13-16 y ubicado en Judea, “al otro lado del Jordán”, se aprecia un talante de Jesús por el que éste muestra su aprecio por el temperamento de los niños y lo que éste supone: la vocación del juego, la alegría y la inocencia. En el relato, los discípulos (como guaruras, adultos enojados, o padres impacientes) regañan a los niños por pulular alrededor del Maestro, quien produce una reflexión llena de belleza: “ Le presentaban unos niños para que los tocara; pero los discípulos los reñían. Mas Jesús, al ver esto, se enfadó y les dijo: ‘Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él.' Y abrazaba a los niños, y los bendecía imponiendo las manos sobre ellos.” De esta condición bendita del mundo infantil se deduce un talante mesiánico poco enfatizado, pues son escasas las lecturas de un Jesús sonriente y juguetón, pero dejaré en manos de los teólogos la disquisición acerca de si Cristo tenía una vertiente lúdica, para pensar, mejor, en cuestiones como las definidas por el pedagogo francés Philippe Gutton: “El juego es una forma privilegiada de expresión infantil.”
Un ejemplo reciente de exposición artística del juego lo ofrece Arvo Pärt en las dos partes que integran Tabula rasa (1977): Ludus y Silentium. Es cierto que otras obras musicales aluden al carácter infantil y a los juegos de los niños, como la Sinfonía de los juguetes, de Leopold Mozart; El rincón de los niños, de Debussy (obra compuesta para su hija Claudia Emma, a la que el compositor y su esposa llamaban Shu-Shú); y el Cuarteto virreinal, de Miguel Bernal Jiménez, que introduce en sus movimientos diversas rondas infantiles mexicanas, como “La víbora de la mar”; sin embargo, sin demérito de las obras mencionadas, Pärt consigue en Ludus un movimiento musical donde el relajo, la algarabía y el orden coexisten tumultuosamente, antes de dar paso a su disolución en el silencio.
No sólo en la música se encuentran ejemplos acerca de la manera como el arte y el juego se hermanan, y de la manera como el espíritu infantil permea la impronta de obras consideradas “serias”. Ahí están las Historias de Cronopios y de Famas, de Julio Cortázar, uno de los escritores modernos que más se ocupó en incluir personajes infantiles dentro de varios de sus cuentos; y ahí están los artefactos lúdicos inventados por Remedios Varo en sus pinturas, por no dejar de lado esa manera como algunos críticos consideran que Kandinsky y Pollock sólo dieron una forma muy refinada a la manera como los niños manchan una hoja en blanco con acuarelas y óleos durante ese momento en que descubren que pueden crear algo y manifestarlo a su manera, con trazos, puntos y rayas llenos de significados prístinos para ellos.
El juego, como el arte, es una libertad construida con reglas precisas. Si de las combinaciones silábicas y acentuales surgen los versos, si de las combinaciones de notas y de voces surge la polifonía, si de las combinaciones de volúmenes y colores surge la pintura, algo parecido ocurre en los juegos donde los niños inventan lo que van a hacer, o improvisan danzas y saltos para probar las habilidades de sus cuerpos, en niveles mucho más complejos y divertidos que los ofrecidos por los llamados juegos electrónicos, perversamente poseedores de una condición mucho más enajenante que liberadora, y que tiende a matar en los niños su capacidad de fantasear y de percibir el tiempo en formatos no lineales, como Michael Ende lo mostró en dos de sus mejores novelas: La historia interminable y Momo. En ese nivel, las repeticiones y los juegos con el lenguaje –donde los dulces pueden ser llamados dradrá y los coches, tutú; o donde los objetos se personifican y las personas se asocian con objetos–, son algo que, en el lenguaje simbólico en que se producen, dan la sensación de que pasan a formar parte de un lenguaje olvidado, como el de los sueños, lo cual obliga a años de terapia para recordarlo.
Mucho se ha dicho acerca de que la educación formal está diseñada para acabar con la condición feraz y libertaria que los niños manifiestan en sus juegos (y terminar planchados en lo que se considera el ideal de la aurea mediocritas). No es imposible que el arte sea una compleja sobrevivencia del envidiable universo infantil, una suerte de vuelta a las raíces donde, como decía Cortázar, “uno puede tocarse más hondamente”, y así se entiende que los niños sean benditos.
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