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Ana García Bergua
Diario de enero
Qué frío es este mes de enero, que mal la pasa uno en las madrugadas, cuánta desprotección. En esta ciudad de casas tropicales, frescas y umbrosas, de edificios con vidrios y paredes de papel, o vecindades como coladeras que invitan a pasar el aire, el frío de enero hiere, se entierra en la carne y se adhiere a ella como un alma extraña, no la deja en paz; es un frío al que se puede acusar de insidioso y aprovechado.
Año con año me sucede: pasan unas Navidades cada vez más maquinales, más parecidas a una especie de tour ritual y multitudinario por las mismas avenidas, las mismas tiendas y los mismos cines; pasan el ajetreo de la ciudad atestada, el calor de las comidas y los brindis, los abrazos al por mayor, y de repente aparece enero como un fin de fiesta desolador y helado: ese frío que parecía un telón pintado de cuento, un adorno de nieve falsa para el arbolito y las pachangas, un pretexto para enrollarse bufandas como si fueran un disfraz, se adueña de unos cuantos días desiertos y, después, de todo el mes. Enero es como estar en el zaguán de una casa abandonada a la que, para colmo, todavía no se puede entrar; es como un regreso a casa luego de la fiesta, el día en que hemos extraviado las llaves.
La verdad yo quisiera conjurar enero, ver la manera de obligarlo a desaparecer: su famosa y cansina cuesta –nunca una imagen espacial fue mejor aplicada a un tiempo difícil de remontar–, esa sensación de que el año no comienza, de que el tiempo ha quedado suspendido bajo toneladas de aire seco, de que no sabemos si llegaremos a febrero, si comenzará de verdad el año, si alcanzaremos a ver brotar las alegres jacarandas. O será que con la edad uno también se vuelve más frágil, cada vez menos mamífero y más pájaro, más una criatura frágil a merced del aire. A diferencia de los niños que se sacuden el suéter como un yugo, o de las jóvenes que por mostrar un lindo escote coquetean, temerarias, con las faringitis y las neumonías, uno atesora y cubre el calor de la sangre bajo la piel como si fuera un animal mágico, un hechizo benefactor que en cualquier momento nos puede abandonar.
Yo no sé cuántos años de eneros fríos han pasado, desde cuándo son así; sólo pienso en que mi hermano Jordi García Bergua (1956-1979) cumple en este enero –mañana 19, para ser precisa– treinta años de haber muerto, y recuerdo los días de enero en que lo enterramos como unos días helados aunque de sol chillón, indiscreto, en una ciudad remota que casi he olvidado, pero que era esta misma, sólo que vacía. Y año con año tengo la impresión de que quizá el frío de ese enero se ha ido transmitiendo a todos los posteriores. Cada cierto tiempo hojeo la novela que Jordi nos dejó –Karpus Minthej, la que en 1981 publicó póstumamente el Fondo de Cultura Económica en la colección de Letras Mexicanas y cuyos ejemplares, que colecciono, encuentro de tanto en tanto en las librerías de viejo– y me pregunto de dónde sacó él aquellos paisajes venecianos, ese amor por el decadentismo, esa sensibilidad decimonónica tan apegada al frío de Inglaterra, a las mujeres de labios helados, a la poesía de Heine y a la Venecia y la Grecia de lord Byron. La verdad, mi hermano siempre será un misterio doloroso para quienes seguimos viviendo sin él, pero no por ello puedo dejar de hablar de él ahora que treinta años (¡treinta!) han pasado de su desaparición. Nos dejó su literatura, a la que él llamó “escuálida” en una nota, adjetivo que el tiempo ha rebatido: de su libro han escrito Christopher Domínguez, Francisco Prieto, Mario González Suárez, Emiliano González, entre otros, y se estudia entre los exponentes de nuestra literatura fantástica, entre los escritores raros. Yo me retiro con una cita de Karpus Minthej en la que el personaje anhela, igual que yo, el fin del frío, y espero al sol que vence a la melancolía: “Ya en Dover, Karpus pudo ver por primera vez en varios días un atardecer luminoso. Un cielo suave y despejado daba paso al sol que se internaba tras el mar, como una esfera roja perfectamente delineada que surgiera en los confines de la superficie después del naufragio. Aunque hacía un frío intenso, mientras la carreta avanzaba por las calles se percibía un olor desagradable, pero tibio, y eso daba a Karpus una sensación de alivio y descanso que, unida a la alegría de la gente arremolinada en las aceras que se abría paso hasta las tabernas del puerto, contrastaba con esa terrible melancolía que no podía extraer de su cuerpo.”
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