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Seabra y la diplomacia cultural
Rodolfo Alonso
No es nada habitual, en mi país, que diplomáticos extranjeros llamen personalmente a poetas locales. Por eso me sorprendió, a comienzos de 2001, que me telefonearan de la embajada de Portugal y me dieran directamente con su titular. Era José Augusto Seabra (1937-2004), recién llegado a Buenos Aires, y su primera pregunta lo pinta por entero: “¿Usted es el autor de aquella primera traducción de Pessoa en América Latina?” Me emocionó, claro, que recordara eso, cuarenta años después. Pero mucho más me emocionó su gentileza, su don de gentes, su falta de grandilocuencia y de pomposidad, su sensibilidad profunda y atinada, su modestia, que para mí era su grandeza. Pronto, gracias a él, nos hicimos asiduos, siempre con delicadísimo respeto, y aprendí a conocerlo. No sólo un luminoso y exigente poeta, sino también un cabal ensayista y un exigente traductor, pero también un auténtico humanista, un antifascista, un ciudadano, un demócrata cabal.
La dedicación, intensa, a tan nobles causas, no le impedía su obra personal, que fluía sin excesos, siempre de fondo. Que si en la reflexión y en el análisis se mostraba de una integrísima exigencia, de una seriedad que era al mismo tiempo conciencia del oficio y respeto por los lectores, en su propia poesía, no menos exigente pero también límpida y discretamente caudalosa, nunca derrochada sino más bien de fondo, muy en la línea de sus maestros Pessoa y Mallarmé, surge más cerca del hombre secreto que del dignísimo hombre público, sin contradicción y sin conflicto.
Nunca entendió la diplomacia sino como un servicio, donde hizo confluir generosamente sus muchos intereses. Así, en poco más de un año en Argentina, no sólo consiguió desempolvar y abrir los salones a toda la colonia portuguesa, cualquiera fuese su nivel social, y en realidad prestando más atención a los humildes y a los desvalidos, sino también poner en práctica su luminosa idea de la diplomacia cultural, que imaginaba a Portugal cobrando presencia viva en todos los ámbitos de la latinidad, que Seabra tanto amaba. Y no limitándose al consabido, consanguíneo Brasil, sino pensando en una fraternidad más amplia y honda que, desde la misma península ibérica diversa y una confluyera en una integración, en una convivencia activa entre las dos grandes corrientes vivas de América Latina, la que habla portugués y la que habla castellano, lenguas hermanas.
Pero donde su inteligencia y su voluntad de trabajo se evidencian es que, con sólo dieciséis meses en Argentina, fue capaz de preparar y hacer editar tres libros. Por un lado, Destino y obra de Camoens, la magnífica conferencia que Borges había ofrecido en Buenos Aires a pedido de María Julieta Drummond de Andrade, donde me hizo traducir algunos textos. Además, la olvidada novela Amor Crioulo (Vida argentina), de otro embajador de Portugal entre nosotros, Abel Botelho. Y finalmente el gran volumen bilingüe de su excelente antología Poetas portugueses y brasileños. De los simbolistas a los modernistas, editado en Brasilia por Thesaurus, donde me hizo traducir a los veintidós poetas de Portugal incluidos, y donde también figuran veintidós poetas brasileños, vertidos por diversos traductores.
En lo personal, ¿qué más puedo decir? Nuestros contactos de poco más de un año, siempre a iniciativa suya, me llevaron a creer conocerlo bastante, de manera especial en aquellos largos almuerzos de los sábados, prácticamente solos en la residencia, que se prolongaban siempre hasta la noche. Allí me fue dado intuir que, además de tantas coincidencias en lo estético y lo ético, sin habernos conocido ni contar con lazos en común, había entre nosotros misteriosos parentescos, no sólo de razón sino también de índole. Primer hijo de inmigrantes gallegos nacido en Buenos Aires, mi infancia había sido vacunada contra el fascismo y el stalinismo por la Guerra civil española y la segunda guerra mundial, y la poesía y la traducción de poesía habían nacido en mí sin premeditación alguna, acaso por mi niñez bilingüe o por los ancestros de cultura campesina. Nacido él en el norte portugués, bien cerca de Galicia, su propia adolescencia de estudiante comprometido en las luchas contra la dictadura de Salazar le había hecho conocer desde temprano la cárcel, la tortura y el exilio. Yo me vi convertido muy joven en el miembro más joven de una legendaria revista argentina de vanguardia, Poesía Buenos Aires (donde comencé a difundir a los jóvenes poetas portugueses también enfrentados con la dictadura), y en el primer traductor al castellano de todos los heterónimos de Fernando Pessoa (Buenos Aires, 1961). Él se graduó en París, en La Sorbona , con una de las primeras grandes tesis sobre Pessoa, bajo la dirección de Roland Barthes, y en la cual, como me dijo, ya le había surgido mi nombre entre los primeros traductores.
Pocas veces llegué a sentirme (en una vida que tuvo la suerte de contar desde temprano, aquí y allá, con espontáneas e imprevistas relaciones en otros países) tan hermanado por tantas cosas con una personalidad intelectual, artística y humana, como me ocurrió con José Augusto Seabra. Con el cual, sin decírnoslo explícitamente, siento que nos íbamos descubriendo ligados por un sincero respeto y una temblorosa confluencia, como si desde siempre hubiera entre nosotros tantos dominios en común, tan poco presentidos como misteriosamente explícitos. Si su cambio de destino diplomático ya constituyó para mí una sensible interrupción, la pérdida de una presencia muy cercana, la severa noticia de su temprana muerte, que sólo poco a poco pude ir asimilando como evidencia insoslayable, se ha convertido en un corte tan doloroso que todavía no he conseguido –que quizás nunca consiga– aceptar del todo. Pero, como dijo Borges de la voz de Macedonio Fernández (“¿Qué morirá conmigo?”), la dignísima calidad estética, intelectual y humana de José Augusto Seabra se mantiene, entibiándome, viva y latente, contagiosa y cómplice, en mi memoria.
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