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Roberto Bolaño:
los exilios narrados
Gustavo Ogarrio
Las dictaduras militares impuestas en
América Latina, en los años setenta del
siglo XX, no sólo significaron la cancelación
violenta de un ciclo de reorganización
política y cultural, fueron también expresiones
crecientes y feroces de una política de exterminio.
Un exilio intra-latinoamericano fue acaso uno de los
múltiples fenómenos al que dio lugar, además de la
persecución, la muerte y la desaparición de miles de
seres humanos. Es en este exilio en el que se inscribe
la dimensión autobiográfica del escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003), un destierro que es al mismo
tiempo uno de los registros básicos de sus narraciones.
Bolaño escapó de un Chile en el que se iniciaba la
implacable militarización pinochetista, en 1973, poco
después del bombardeo al Palacio de la Moneda y
del derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular
encabezado por Salvador Allende. Bolaño se resistió
a significar su huida y los años que pasó en
México como un exilio, al desconfiar del sentido victimizador
de cualquier destierro: “Yo no creo en el
exilio, sobre todo no creo en el exilio cuando esta palabra
va junto a la palabra literatura.” En otro pasaje
de sus textos críticos sobre literatura, Bolaño afirma:
“¿Se puede tener nostalgia por la tierra en donde uno
estuvo a punto de morir? ¿Se puede tener nostalgia
de la pobreza, de la intolerancia, de la prepotencia, de
la injusticia? La cantinela, entonada por latinoamericanos
y también por escritores de otras zonas depauperadas
o traumatizadas, insiste en la nostalgia, en
el regreso al país natal, y a mí eso siempre me ha sonado
a mentira.”
Sin embargo, Bolaño llega a vislumbrar una equivalencia
entre destierro y literatura: “Literatura y
exilio son, creo, las dos caras de la misma moneda.”
Una relación que llevada al extremo podría entenderse
de la siguiente manera: narrar es siempre un
acto de exilio. Y este acto es guiado y sometido por
una situación radical de extrañamiento ante la realidad,
cuyo único soporte es una memoria estética y
literaria: “Para el escritor de verdad su única patria
es su biblioteca, una biblioteca que puede estar en estanterías
o dentro de su memoria.” No sería exagerado
afirmar que en la poética de Bolaño exilio y arte
literario son los límites en los que se configuran los
espacios y los tiempos narrados, entendidos siempre
en su condición de fragmentos de “historia de un
crimen atroz”. Y es a partir de este cruce narrativo de
exilios, el político y el literario, que la obra de Bolaño
atrae hacia la enunciación paródica y trágica el acto
de escribir y de relatar otros destierros a veces impensados.
Es en la novela Amuleto, de Roberto Bolaño, publicada
en 1999, donde se registra un momento del
exilio republicano en México, esto a partir de la representación
novelesca de las figuras de dos poetas
españoles –Pedro Garfias y León Felipe–, de la narración
ficticia de su vida cotidiana en México, de la
estabilidad de su exilio, así como de la transformación
de su poesía en tradición literaria latinoamericana
y en referencia obligada y de culto para otras
generaciones. Si bien el tópico central de la novela es
la narración en clave deliberadamente melodramática
y simbólica de la matanza de estudiantes de 1968
en Tlatelolco, los poetas exiliados españoles son vinculados
a este momento histórico, como si su destierro
fuera ya una normalidad de la cultura latinoamericana
y como si sus poemas formaran parte
de la memoria literaria de América Latina.
Amuleto es una novela corta en la que se narra la
historia de Auxilio Lacouture, una uruguaya cuya
voz en primera persona es dominada por una sen -
si bilidad melodramática y cursi, configurando al
mis mo tiempo una parodia del mundo intelectual
me xicano y latinoamericano. Su tono de delirio
melodramático, de matriarcado intelectual desmedido
y por momentos delirante, esconde el sentido
trágico de la novela:
Ésta será una historia de terror. Será una historia policíaca,
un relato de serie negra y de terror. Pero no lo parecerá.
No lo parecerá porque soy yo la que lo cuenta. Soy
yo la que habla y por eso no lo parecerá. Pero en el fondo
es la historia de un crimen atroz.
Yo soy la amiga de todos los mexicanos. Podría decir:
soy la madre de la poesía mexicana, pero mejor no lo
digo. Yo conozco a todos los poetas y todos los poetas
me conocen a mí. Así que podría decirlo. Podría decir:
soy la madre y corre un céfiro de la chingada desde hace
siglos, pero mejor no lo digo.
Auxilio Lacouture, poetisa uruguaya, es un personaje
que narra su inmersión en la vida intelectual
mexicana en los años sesenta, y que es sorprendida
por la turbulencia política del año de 1968 en el baño
de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Lacouture
habla desde su condición de testigo íntimo de la
represión y del exterminio de estudiantes por parte
del Estado mexicano, desde su escondite en el
wáter de la Facultad, ante la entrada del ejército a la
Universidad, en días previos a la matanza de Tlatelolco.
Su estancia en el baño es, al mismo tiempo, el
vínculo material y simbólico con la represión en condición
de testigo y el reconocimiento de la poesía de
Pedro Garfias como parte de una tradición literaria
propia, viva, y que es invocada en los momentos de
mayor peligro, como una oposición poética al terror
de la persecución estudiantil:
¿Qué hice entonces? Lo que cualquier persona, me asomé
a una ventana y miré hacia abajo y vi soldados y luego
me asomé a otra ventana y vi tanquetas y luego a otra, la
que está al fondo del pasillo (recorrí el pasillo dando saltos
de ultratumba), y vi furgonetas en donde los granaderos y
algunos policías vestidos de civil estaban metiendo a los
estudiantes y profesores presos, como en una escena de la
Segunda Guerra Mundial mezclada con una de María Félix
y Pedro Armendáriz de la Revolución Mexicana...
Y entonces volví al baño y mira qué curioso, no sólo
volví al baño sino que volví al wáter, justo el mismo en
donde estaba antes, y volví a sentarme en la taza del wáter,
quiero decir: otra vez con la pollera arremangada y los
calzones bajados, aunque sin ningún apremio fisiológico
(dicen que precisamente en casos así se suelta el estómago,
pero no fue ciertamente mi caso), y con el libro de
Pedro Garfias abierto, y aunque no quería leer me puse a
leer, lentamente al principio, palabra por palabra y verso
por verso, aunque poco después la lectura fue acelerándose
hasta que finalmente se hizo enloquecedora...
Amuleto proviene de un desprendimiento novelesco
de la obra Los detectives salvajes. Toda la narrativa de
Bolaño está marcada por una serie de relaciones intertextuales,
por personajes y voces que atraviesan los
mundos narrados de sus novelas y cuentos, y que
emergen en relatos ajenos a los de su aparición; este
sistema tiene como eje a los personajes principales
de Los detectives salvajes, Ulises Lima y Arturo Belano.
Ilustración de Víctor Garrido |
Amuleto es la consecuencia de una voz narrativa
generada en el apartado cuatro de la segunda parte de Los detectives salvajes. En este apartado se vislumbra
el primer esbozo de la historia de Auxilio Lacouture,
la uruguaya cuyo tono melodramático es también
la perspectiva para narrar su relación con los
poetas Arturo Belano y Ulises Lima. En Los detectives
salvajes, las huellas y la trayectoria de Belano y Lima
se relatan a partir de una pesquisa detectivesca y
literaria que convoca a una heterogeneidad de voces
y personajes, que también ayudan a configurar la
emergencia de historias paralelas, como la de Auxilio
Lacouture. Si en Los detectives salvajes la voz de
Auxilio Lacouture está al servicio de esta indagación
y evocación de los poetas detectives Ulises
Lima y Arturo Belano, en Amuleto se transforma en
un personaje, en una figura y en una voz con cierta
autonomía, en la emergencia plena de una historia
paralela que conserva su relación de testimonio sobre
lo que fue el rastro de los poetas Belano y Lima,
pero que al mismo tiempo narra desde el delirio
melodramático el delirio de la historia latinoamericana,
condensado en la matanza de estudiantes de
1968 en México.
Es en las primeras páginas de Amuleto donde la
voz de Lacouture configura el espacio en el que transcurre
su relación doméstica con los dos poetas españoles
exiliados –León Felipe y Pedro Garfias–, que es
al mismo tiempo una evocación autobiográfica e imprecisa
de su memoria, sin abandonar nunca el tono
desmedido y de epopeya degradada, involuntariamente
patética, y que le da a la novela su vocación de
parodia del mundo intelectual:
Yo llegué a México Distrito Federal en el año de 1967 o tal
vez en el año 1965 o 1962. Yo ya no me acuerdo ni de las
fechas ni de los peregrinajes, lo único que sé es que llegué
a México y no me volví a marchar. A ver, que haga un poco
de memoria. Estiremos el tiempo como la piel de una mujer
desvanecida en el quirófano de un cirujano plástico.
Veamos. Yo llegué a México cuando estaba vivo León Felipe,
qué coloso, qué fuerza de la naturaleza, y León Felipe
murió en 1968. Yo llegué a México cuando aún vivía Pedro
Garfias, qué gran hombre, qué melancólico era, y don
Pedro murió en 1967, o sea que yo tuve que llegar antes
de 1967. Pongamos pues que llegué a México en 1965.
Definitivamente, yo creo que llegué en 1965 (pero
puede que me equivoque, una casi siempre se equivoca)
y frecuenté a esos españoles universales, diariamente,
hora tras hora, con la pasión de una poetisa y la devoción
irrestricta de una enfermera inglesa y de una hermana
menor que se desvela por sus hermanos mayores, errabundos
como yo, aunque la naturaleza de su éxodo era
bien diferente a la mía.
Este espacio novelesco del exilio de León Felipe y Pedro
Garfias está marcado por cierta estabilidad escenificada
en la vida cotidiana, percibida por Lacouture
–quien al llegar a Ciudad de México se ofrece
para hacer la limpieza en las casas de los poetas españoles–
como una estabilidad de nostalgia y de melancolía,
en la cual se oculta la verdad histórica, íntima y
enigmática de los desterrados y de los poetas:
Veía el cielo a través de una ventana. Veía las paredes por
donde la luz del DF se deslizaba. Veía a los poetas españoles
y sus libros relucientes. Y yo les decía: don Pedro,
León (¡mira qué raro, al más viejo y venerable lo tuteaba;
el más joven, sin embargo, como que me intimidaba y no
podía quitarle el tratamiento de usted!), déjenme a mí
ocuparme de esto, ustedes a lo suyo, sigan escribiendo
tranquilos y hagan de cuenta que soy la mujer invisible.
Y ellos reían. O mejor dicho, León Felipe se reía, aunque
uno no sabía muy bien, si he de ser sincera, si se estaba
riendo o carraspeando o blasfemando, ese hombre era
como un volcán, y don Pedro Garfias, en cambio, te miraba
y luego desviaba la mirada (una mirada triste) y la
posaba, no sé, digamos que en un florero o en una estantería
llena de libros (una mirada tan melancólica), y
entonces yo pensaba: qué tiene ese florero o los lomos de
los libros en donde su vista se detiene, para concitar tanta
tristeza. Y a veces me ponía a reflexionar, cuando él ya
no estaba en la habitación o cuando no me miraba, yo me
Bolaño: los exilios narrados
ponía a reflexionar e incluso me ponía a mirar el florero
en cuestión o los libros antes señalados y llegaba a la conclusión
(conclusión que por otra parte no tardaba en desechar)
de que allí, en esos objetos aparentemente tan inofensivos,
se ocultaba el infierno o una de sus puertas.
Si la novela Los detectives salvajes acepta ser leída e
interpretada como la disolución paródica y trágica
de cierta narrativa vanguardista en América Latina,
representada en la búsqueda de una de las poetas
fundadoras del real visceralismo –Cesárea Tinajero–,
motivo de la pesquisa detectivesca y salvaje de los
poetas Ulises Lima y Arturo Belano, Amuleto admite
otra lectura paralela, al concentrar esta parodia postvanguardista
en la voz de una poetisa melodramática
y telúrica, Auxilio Lacouture.
A través de la figura y de la voz de la edípica Auxilio
Lacouture, “madre de la poesía mexicana” que en
su incursión en el ámbito intelectual mexicano enuncia
su trágica relación con el exterminio político de
estudiantes en 1968, Bolaño también logra ampliar
los límites narrativos de sus relatos sobre el exilio,
mediante el cruce de dos formas de comprenderlo: el
del destierro inherente al arte literario, que se piensa
irónicamente desde la desestabilización de la figura
del “artista”, vinculado a la permanencia enigmática
e infernal de otro exilio, el de los poetas españoles
León Felipe y Pedro Garfias, cuya poesía y vida
cotidiana de transterrados se representan artísticamente
mediante su asimilación simbólica a otro
momento de la historia de México y de América Latina,
la era en la que una “generación entera de jóvenes
latinoamericanos” fue sacrificada por una política
estatal y militar de exterminio.
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