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Moreliana (II de III)
No se trata del a veces irónico, de cuando en cuando cruel pero siempre solidario extraterrestre Gazú, al que Pedro Picapiedra podía acudir cuando por ahí se le atascaba el troncomóvil de la vida misma. Tampoco del torpísimo clon al que Mitzúo, El Hombre Par, oprimía la nariz para conferirle momentánea vida y dejarlo en su lugar a la hora en que era requerido por sus actividades de anónimo superhéroe, y entonces el mentecato robot, ya animado, lo metía en más problemas de los que le solucionaba. Ni siquiera se trata de emular al Conejo Chuchu de Cri Crí, que ya tiene bigote y ya no quiere cuentos sino que prefiere deportes...
De lo que sí se trata en apariencia, nada más que trasladado el asunto a un contexto más acá, digamos que de tercer mundo, es de contar, como si alguna falta le hiciera a todo aquel que no se llame Rafael Piñero, una versión muy de petatiux de El club de la pelea. Véanse si no, en esa colección de impericia fílmica titulada El desconocido (2008) –que por alguna razón difícil de elucidar fue considerada digna de figurar en el programa del sexto Festival de Morelia–; véanse si no, decíamos, algunos detalles que sólo la discreción puede negarse a considerar llanas y definitivas torpezas, comenzando por el título mismo, pues nunca queda claro quién rayos será ese “desconocido”. En un ejercicio de obviedad pura, cabe suponer que así podría ser llamado un tal David (encarnado por el actor –es un decir– Juan Acosta), protagonista de la historia, a saber, la de “un adolescente rechazado [que] escucha sus pensamientos más oscuros para encajar en la sociedad y el sistema”. Pero quién sabe, porque luego entra en escena un personaje sin nombre, a título de alter ego davidiano, según esto hipercabrón, retegandalla, lépero sin tregua, capaz de proferir lindezas como “los hombres normales chupan, fuman y salen con viejas” –así pues, abstemios, no fumadores y gays, entre muchos otros, absténganse de considerarse normales a sí mismos–, que bien podría ser el desconocido al que el título alude, siempre que quiera convenirse en el hecho de que, cuando alguien a quien se conoce comienza a actuar de manera inusual, suele decírsele: “te desconozco”...
A pesar de que parece haber puesto en juego todos sus recursos –verbigracia, unas fotografía, edición y sonorización de una pobreza efectista que daría ternura si no diera tanta grima–, este ejercicio de doppelgangeridad, ligerísimo en su despliegue, deslavado en sus resultados a ojos del espectador y, al mismo tiempo, irónicamente indigesto cuando se mira todo de conjunto, no le alcanza al director, guionista, productor y editor Piñero para desmarcarse de lo que algunos otros cineastas mexicanos también hacen y también mal: llevarse a blancos y negros absolutos –y por ello absolutamente inverosímiles– el universo y el imaginario juveniles de la clase media mexicana. David es uno más de los tetos, vale decir, en mexicano, un nerd, uno de ésos que jamás serán “populares” ni en la escuela ni con las inalcanzables mujeres, hasta que viene a su mente su otro yo –cinematográficamente anticipado por un hilarante close up frontal en el que, a la manera de Hulk, David no es él cuando se enoja– y empieza a darle consejos de ojetez, incluido el que se usará como eslogan de la cinta: “¿y tú no has querido matar a alguien?” Si uno hiciera caso a la propuesta (¿?) de El desconocido, habría que concluir que el adolescente promedio tiene sólo dos caminos: o se deja mazapanear permanentemente por los chichirifas, o se vuelve asesino de éstos, pero paradójicamente lo hace luego de convertirse en uno de ellos, al son de las voces internas que ya no le vienen de una figurita vestida de rojo y parada sobre su hombro, sino de un tipo que es uno mismo pero que uno se resiste a “dejar salir” hasta que, cuando lo hace, resulta que no sabe más que abrirse paso a chingadazos en contra de todo y de todos.
Al anterior fresco de lugares comunes, desconocimiento o desaire de motivaciones adolescentes más profundas y más relevantes que el simple deseo de agradar –visto aquí en clave de cine estadunidense tipo American Pie– y soluciones formales ineficaces por reiterativas y manidas, habría que añadir lo desapacible que resulta constatar que, con filmes como éste, al cine mexicano le costará el doble de trabajo hacerse espacio en una cartelera que, en los hechos, sigue mirándolo como al pariente pobre, al que se le da un lugar en la mesa porque pues qué remedio queda.
(Continuará) |