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Los milagros expresivos de la poesía
Foto: Yazmín Ortega Cortés/ archivo La Jornada |
Javier Galindo Ulloa
entrevista con Juan Gelman
Sencillo, cordial y solidario, el poeta Juan Gelman (Buenos Aires, 1930) ha aprendido a resistir el tiempo de injusticia, a convertir en belleza el dolor y la ausencia, y a dar luz a las cosas por medio de la palabra. Tras haber sido galardonado con el Premio Cervantes 2007, continúa creando poesía y escribiendo artículos sobre política. Entrevistado en su casa ubicada en una calle de la colonia Condesa, Gelman habla acerca de su experiencia poética a propósito de la publicación de su antología intitulada Los otros (2008).
– Desde que publicó su primer libro de poesía Violín y otras cuestiones (1956) a los últimos poemas incluidos en Los otros, ¿hasta dónde ha querido llegar con su quehacer poético?
– Ignoro hasta dónde quiero llegar con la poesía. La edad, el exilio, el secuestro y rescate de mi nieta, el asesinato de mi hijo, son acontecimientos, sin duda, que influyen en ella, y tratar de atraparla es una tarea muy difícil. Pero como decía Dylan Thomas, lo único que se produce y existe en el trabajo tan arduo de la poesía son los milagros expresivos. Eso es lo que uno persigue en toda la vida.
– ¿Cómo ha superado la madurez de su escritura a partir de esas experiencias?
– Para mí es difícil hablar de mi situación y creación a la vez. Los golpes de la vida que cualquier ser humano padece, el transcurso de la edad, las lecturas y el conocimiento de la gente traen una madurez de percepción, y el trabajo en la poesía obliga a una mayor afinación en los instrumentos líricos. Todo eso forma parte del quehacer poético. Lo que a uno le pasa o no le pasa y lo que lee y no lee no necesariamente se traduce en madurez de escritura, pero en ocasiones sí. En particular, no sé si alcance a realizarlo, pero sí sé lo que persigo: la palabra justa.
– ¿En qué períodos de su poesía ha logrado alcanzar lo posible?
– No sé, porque cuando los libros se publican uno va alejándose de ellos. Como la búsqueda aún sigue, lo anterior se mira con mucha insatisfacción. Pocas veces veo un poema de mi primer libro y digo qué bien escribía entonces. No por ello dejaré de escribir. No tengo idea clara en lo que mi obra respecta, a la que considero como intentos, y estaré más o menos cerca en ese sentido.
– ¿Podemos advertir en su poesía rasgos filosóficos como el platonismo?
– He leído a distintos filósofos, desde Platón hacia delante. Estas lecturas las he hecho en determinado lugar que es el de la palabra. No puedo decir que estoy adscrito a una corriente filosófica. Lo que expreso son intentos de explicación del mundo. Y los filósofos que sí me han interesado han sido Nietzsche y Spinoza, pero mirándolos de otro lugar, el de la palabra.
– ¿Usted se angustia cuando publica un libro suyo y no es reconocido en su momento?
– Lo más grave y duro es la escritura misma. Yo he publicado pero también me he pasado años sin publicar, porque lo primero que realizo es ver cómo se plasma la poesía en la escritura. Eso es lo más importante y tal vez lo único. Lo demás ya no depende de uno, sino de otras circunstancias. Lo que veo últimamente con preocupación es cómo avanza el tema de la mercadotecnia, el monopolio editorial. Y como siempre, la poesía es la Cenicienta y su única defensa está en las editoriales chicas e independientes. Las grandes editoriales casi no publican poesía. No es negocio, dicen. El monopolio de los bestsellers dificulta en realidad la difusión de la misma, sobre todo, a los verdaderos lectores. Sin embargo, lo que observo en distintos países de América Latina es que hay necesidad de hacer algo por este género poético. Yo he dado recitales con otros poetas donde han asistido centenares de personas. El público está muy atento y a lo mejor en su mayoría nunca ha comprado un libro de poemas o tampoco lo ha leído. En este momento hay una atracción hacia este género. Tal vez porque los jóvenes están buscando algún tipo de respuesta a las preocupaciones que sufren en una vida bastante incompleta como realización del ser humano.
– ¿En que se distinguía la generación del sesenta a la que usted pertenecía en Argentina?
– Hablar de esta generación fue como una especie de comunidad en el sentido de que había advenido la Revolución cubana. La mayoría de nosotros nos sentíamos entusiasmados y escribíamos poemas políticos. Unos muy malos y otros muy buenos. Una cosa es César Vallejo escribiendo poemas políticos y otra la multitud de poetas latinoamericanos con temas políticos, pero que no escriben verdaderos poemas. El único tema de la poesía es la poesía misma. Shakespeare era un gran poeta político; Dante también. En nuestra generación hubo gente que escribió panfletos, pero solamente hubo un gran poeta: Francisco Urondo. Por lo tanto, no es el tema que determina la calidad de una poesía. Safo escribió versos de amor hace veinticinco siglos y se conservan fragmentos que son estupendos. De Safo a la fecha se han escrito millones y millones de poemas de amor que no le llegan ni al tacón de las sandalias que ella usaba. Y el tema es el mismo.
– En un artículo suyo se refiere a Joseph Brodsky y dice: “En las avenidas del tabaco y el alcohol, Brodsky revisitaba un país que nunca sacó de adentro. De eso murió.” ¿En qué sentido puede usted identificarse con este escritor ruso exiliado en Estados Unidos?
– Escribí ese artículo por obvias razones. Brodsky era de ascendencia judía y rusa como yo. Soy el único argentino de la familia. Él sufrió una persecución increíble en la ex Unión Soviética, que lo obligó a irse del país. Algo parecido me ocurrió a mí. No estoy comparando obras, por supuesto, sino destinos. A Brodsky lo conocí el año de 1987, en un seminario sobre el exilio en donde había autores del este europeo entre los que se encontraba, además, el fallecido Gabriel Cabrera Infante. De ahí Brodsky se fue a recibir el Premio Nobel de Literatura. Recuerdo que era un invierno friísimo que se resentía mucho en la reunión. Yo coincidí con el texto que él presentó, el cual hablaba sobre las características de un escritor en el exilio. Terminó diciendo que no habría de olvidarse que en todo el mundo había millones de exiliados por distintas razones: persecuciones políticas, bélicas y todo tipo de migraciones que se han producido en Europa. Que se recordara que la situación del escritor exiliado, en cierto sentido, era privilegiada, porque poseía el arma de la palabra. Esto implicaba para él varias dificultades. Él escribía en ruso y con trabajo llegó a dominar el inglés, de tal manera que él traducía sus propios poemas a este idioma.
– ¿Cómo ha sido su experiencia al escribir poesía en otro idioma?
– Cuando me exilié en París curiosamente escribí poemas en francés, pero eran muy malos. No se puede escribir en otra lengua si no se está dentro de ella. No basta sólo comprenderla. Luego escribí un libro en sefardí, un idioma del español antiguo, el de las jarchas del siglo IX y del Cid. Al ser expulsados de España los judíos lo conservaron como lengua interna en todos lo países donde ellos se encerraban. Llegué al sefardí porque en el exilio tuve un reencuentro con los místicos españoles de ese tiempo, que antes leía su poesía en Argentina sin haberla reconocido aún. En los místicos está su presencia ausente. Algo semejante me ocurrió durante la época de la dictadura militar argentina, con los familiares y amigos desaparecidos. En ese sentido me identifiqué con la poesía mística, que me llevó a conservar el lenguaje de Santa Teresa y San Juan de la Cruz , un lenguaje muy contenido, y decidí ir más atrás de ese español antiguo, que es el sefardí. Este modo de escritura me pareció la zona más exiliada de la lengua, porque se habla en grupos muy pequeños en territorio ajeno.
– ¿Cómo fue su relación con Jorge Luis Borges?
Foto: María Luisa Severiano/
archivo La Jornada |
– Yo nunca lo conocí personalmente. Lo vi una vez cuando me enviaron del diario La Opinión a hacerle una entrevista. Borges la había aceptado, pero ocurrió que su mamá había caído enferma y la entrevista no se pudo llevar a cabo, cosa que lamento. Desde luego mi acercamiento con su poesía fue muy temprano en mi vida. Soy un hombre que ha militado en las izquierdas y que ha chocado en conciliación con Borges con otros escritores de izquierda, que lo consideraban un reaccionario desde el punto de vista político. A ellos ciegamente les impedía apreciar la obra de Borges propiamente dicha. Él nunca fue un reaccionario ni fascista, sino un conservador. A veces es bueno conservar la cultura y la historia. En ese sentido soy también un conservador, que en definitiva consiste en mantener la transmisión poética. Pienso que no se puede considerar la obra de un poeta a partir de determinada sociedad política. Hay algo que se hospeda en la concepción poética que es la lengua, lo que ella trae, evoca, arrastra y silencia en un terreno mucho más enorme, porque es un espacio que tiene que ver con la vivencia de todos los días, la gente, la música, las lecturas y con la realidad que es mucho más amplia, y no con el terrenito de las ideas políticas. Hay un episodio de Borges muy significativo. Julio Cortázar era defensor de la Revolución cubana y sandinista, y cuando falleció le dedicaron varias notas en los suplementos de los diarios de Argentina. En La Nación, por ejemplo, un periódico conservador muy bien escrito, aparecieron opiniones de distintos escritores; algunas eran francamente mezquinas, porque lo estaban juzgando a él por sus ideas de izquierda. En cambio, Borges escribió en Clarín un artículo muy conmovedor, contando que cuando era secretario de redacción de la revista Los Anales de Buenos Aires había sido el primero en publicarle un cuento a Cortázar, “Casa tomada”, aludiendo a ese silencio literario del autor fallecido. Borges concluye que lo que queda de un novelista, poeta o artista, son dos cosas importantes: la obra y la integridad, y por lo tanto Cortázar fue un hombre íntegro y un gran escritor. Esto es una lección de grandeza y, sobre todo, de buena ubicación en el terreno desde donde hay que leer la obra de cualquier autor.
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