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Edvard Munch, El beso, 1897 |
El beso:
Munch, Rodin y Klimt
Héctor Ceballos Garibay
¿Qué es un beso? Un simple intercambio de salivas, escribiría E. M. Cioran en un de sus despiadados aforismos. Y si Edvard hubiera podido leer tan extravagante definición, sin duda habría asentido de inmediato, previa sonrisa irónica. Pero, ya sea en esta tela o en los grabados sobre el mismo tema, el beso significa para él algo más hondo y dramático que el simple acto de succionar la saliva ajena. Un hombre y una mujer se funden en un trémulo abrazo. De sus pesados cuerpos –asemejando una inmensa montaña escarpada– emergen vibraciones incesantes, ondas verdes y azulosas que se expanden hacia el exterior del cuarto, como si huyeran despavoridas a través de la ventana que está al fondo de la habitación. La mañana transcurre desapacible y el intenso frío los acosa sin clemencia. Una luz blancuzca e indiscreta se filtra y expande por el costado inferior del cuadro. Los aludidos visten de negro, el color de la culpa y el temor. Advertimos el perfil derecho, difuso y sin mácula, del propio Munch, una imagen resuelta con pocos y efectivos trazos capaces de delinear su archiconocido autorretrato simbólico. De ella sólo vemos el cuello y una porción incierta, difuminada, de su rostro. ¿Rehuye o responde al contacto de los labios? He aquí la incógnita. Más que erotismo hay en ese sujeto un deseo irrefrenable de posesión, de sometimiento; la excitación sexual parece desbordársele con apremio. La mujer, en actitud pasiva, no se resiste al abrazo, acepta las reglas del juego y hasta apoya cálida y tímidamente sus dos manos sobre aquella espalda encorvada, henchida de pulsiones a punto de estallar. Al entrelazarse de esta manera, ambos cumplen el convenio previamente establecido. No se vislumbra en la escena ninguna chispa de calidez amorosa, sólo la consabida acción de toma y daca que ocurre todos los días y en todas partes. Tampoco se percibe un dejo pasional, ni siquiera un atisbo de afecto, sólo las típicas emociones incontroladas y volátiles aprendidas rutinariamente a lo largo de los siglos. La solícita aquiescencia de ella nos impacta, nos retrotrae a ese ancestral ritual mediante el cual se atestigua el frío trueque del placer por su precio en oro. ¿Corolario? Un gélido beso, dos soledades compartidas y la ilusión transfigurándose en evasión. Una y mil veces.
Auguste Rodin, El beso, 1885 |
No hay la menor duda, Edvard conoció y admiró a Rodin, ese artista intrépido, aguerrido, incansable, hedonista, lúdico y genial entre los genios. Es seguro que durante sus largas estancias parisinas, Munch tuvo oportunidad de ver las esculturas de La puerta del infierno, soberbio altar en honor a la falibilidad humana: el hombre enfrentado a sí mismo, a sus pasiones, a sus insondables e inextinguibles contradicciones. Concebida como parte de ese conjunto escultórico, aunque a la postre haya quedado como obra independiente, Rodin esculpió El beso en 1885. Doce años más tarde, al hacer su propia versión, Munch utilizó su original estilo pictórico para recrear y rendirle tributo al insigne maestro francés. Y a pesar de la voluntad laudatoria, ¡cuán enorme es la diferencia entre la pintura y la escultura! Un abismo separa los temperamentos de estos autores. Dos personalidades excepcionales, pero situadas en las antípodas. Por un lado, la salud, el vigor sexual, el espíritu dionisiaco, la autoestima superlativa; por el otro, la enfermedad, la impotencia, las manías depresivas, la compulsiva inseguridad. Rodin versus Munch. Edvard admiraba y envidiaba todo eso que Auguste sí tenía y de lo cual él carecía: la personalidad arrolladora, el carácter hercúleo, la fortaleza titánica, la naturaleza autoritaria. Ambos fueron mujeriegos, es cierto, pero mientras Munch fue un eterno fracasado y renegado en cuestiones amorosas, Rodin en cambio siempre suscitó el furor sexual y la reciprocidad afectiva de numerosas damas (salvo el caso espectacular de Victor Hugo, ningún artista de aquella época tuvo tantas amantes como él). Esto, las diferentes formas de expresar su “voluntad de poder”, es lo que, como trasfondo, hace tan distinta la manifestación creativa que refulge en un beso con respecto al otro beso. Frente al temple angustiado y desmitificador de Edvard, emerge por contraste el ánimo jocundo y jubiloso de Auguste. Cierto: en la célebre escultura, cuando los jóvenes desnudos –sentados sobre un promontorio– contraponen sus cuerpos a fin de besarse con toda comodidad, surge de pronto una sensualidad que se derrama por todos los intersticios de la piedra, una pasión incandescente que se eterniza, una ternura que le confiere vida instantánea a la pareja. (Muy probablemente El beso sea un homenaje de Rodin a Camile Claudel, la genial discípula, la ayudante capaz de igualársele, la emocionalmente inestable mujer que lo deslumbró y a la cual al final abandonó para volver con Rose Bouret, la fiel y abnegada esposa. En todo caso, se trata de la celebración de un amor-pasión cuya cualidad inocultable es la trasgresión, una rebeldía lujuriosa que se disimula mediante la representación alegórica de Paolo y Francesca, esos personajes trágicos que deambulan en la Divina comedia.) Más allá de toda alusión histórica y literaria, ¿qué nos lega Rodin en su obra? La imagen del éxtasis, la visualización de dos seres jóvenes y hermosos acoplados en una simbiosis corporal y espiritual. Gracias al juego de luces y sombras, explayado con maestría sobre las cavidades y los relieves de la piedra, la carne de los amantes comienza a palpitar, sus caricias estimulan las feromonas, su sangre corre por el mármol, la piel se les enrojece, y el intenso calor que emana de ellos desemboca en la volátil experiencia del amor conjugado con la pasión. Esta forma impúdica de gozar el placer del beso escandalizó a la sociedad mojigata de aquel tiempo, razón por la cual la escultura fue censurada en Inglaterra; en Estados Unidos y, sólo de manera restringida, pudo verse hasta la Exposición de 1893.
Gustav Klimt, El beso, 1907-1908 |
¿Conoció Edvard El beso (1907-1908) de Gustav Klimt? No hay datos confiables al respecto, pero es muy probable que el noruego sí hubiera tenido algún contacto con la producción plástica del más importante pintor modernista austriaco, estricto contemporáneo suyo, pero quien no tuvo la suerte de gozar de una vida larga y productiva. Además, en aquellos gloriosos años, a caballo entre las dos centurias, ocurrió una benigna influencia reciproca de los movimientos estéticos que florecieron en las principales ciudades europeas. En efecto, Klimt (1862-1918) fue fundador y presidente de la Secesión austriaca, nacida en 1897, cuyo sello distintivo fue la afortunada síntesis entre, por un lado, el intenso decorativismo orientalista y la visión esteticista del modernismo, y, por el otro, la fuerza expresiva y colorista del simbolismo. Y tal como sucedió en las rupturas secesionistas de la época (Berlín, Munich, etcétera), la vienesa igualmente abjuró de la pintura naturalista y de la tradición historicista y clasicista que impusieran su hegemonía durante los siglos precedentes. Siendo ambos de temperamentos disímiles y proviniendo de culturas nacionales con pocas semejanzas, existió sin embargo otro punto en común entre Munch y Klimt: los dos artistas abrevaron del portentoso legado postimpresionista, luego pasaron por una fulgurante etapa modernista y finalmente preludiaron la génesis del expresionismo, que en el caso austriaco prohijó, además del genial Oskar Kokoschka, a un par de pintores talentosísimos que murieron en forma prematura: Egon Schiele y Richard Gerstl. A este respecto, debe recordarse una obra cumbre: El friso Beethoven (1902), con la cual el maestro vienés se aleja del concepto tradicional de belleza y proyecta, de manera harto provocadora, imágenes que reivindican la presencia de la muerte, la enfermedad y el extravío mental como partes indisociables de la lucha por conquistar la salvación de la especie humana a través del amor. Es indudable que Klimt, tanto en personalidad como en visión de la vida y el cosmos, tuvo una mayor afinidad con Rodin que con Munch. Desde esta perspectiva, la recreación del beso surgida de la imaginería del artista austriaco también alude a un acto que, no obstante mostrarse como atemporal y ahistórico, sin embargo revela cierta dosis de obvia sensualidad y un cauto pero efectivo erotismo. No es, por supuesto, el arrobo libidinoso que se percibe en otra de sus obras: Dánae (1907-1908), en donde vemos a una joven bellísima aceptar con regocijo la penetración sexual de Zeus, convertido en lluvia de oro; tampoco puede hablarse de que exista una línea de continuidad entre El beso y esa lujuria propia del voyeurista que se revela en los magníficos y cuantiosos dibujos de adolescentes desnudas que produjo Klimt en su edad madura, y que tanto lo deleitaron. Más bien, y en esto consiste su logro artístico, estamos ante un estremecimiento contenido y concentrado que se eterniza en el tiempo: el beso concebido como una fusión corporal y espiritual, como ensoñación hedonista que transporta a los amantes hacia una utopía y una ucronía casi celestiales. Los personajes, ubicados al centro del cuadro, se abrazan con una fruición intensa, sempiterna e imperturbable: encarnación de una felicidad mitificada y mistificada. La atmósfera que envuelve a los personajes es dorada y está recubierta por pan de oro. El dúo posa, él parado y ella arrodillada, sobre una estela de flores. Ambos cuerpos aparecen diferenciados a través de elementos geométricos y policromos. Una aureola gigantesca procura la ósmosis total entre los sujetos y aquel entorno exquisito y acogedor que les sirve de hábitat, una suerte de paraíso imaginario en donde la sexualidad está permitida y hasta resulta bendecida por una fantasmagórica intercesión de los dioses. Esta dicha congelada, convertida en alegoría pictórica del amor gracias a los pinceles de Klimt, ¿en verdad existe en la vida real o más bien se trata de una sublimación onírica? Peor aún, ¿acaso sólo estamos ante la imposición de un encantador subterfugio ideológico, de una simple patraña social cuya misión no es otra que confundir a los incautos? Estas serían las preguntas lacerantes que, de inmediato, se hubiera formulado Munch al mirar este cuadro, uno de los más optimistas y edulcorados del creador austriaco.
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