Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de agosto de 2008 Num: 702

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El sueño de Quetzalcoatl
ROGER VILAR

Edad madura
NIKOS FOKÁS

Premios, gloria y fortuna
HAROLD ALVARADO TENORIO

El beso: Munch, Rodin y Klimt
HÉCTOR CEBALLOS GARIBAY

Maritain y el sentido olvidado de la historia
BERNARDO BÁTIZ VÁZQUEZ

Pensar escribiendo
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ entrevista con RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Ana García Bergua

Museo de cera

Cálida, transparente y suave, moldeable, la cera siempre ha provocado tentaciones de suplir con ella la carne. Desde hace miles de años se ha utilizado en las esculturas y en figuras religiosas. Supongo que por su maleabilidad, por su temple fragante y místico, a partir del Renacimiento se fabricaron con ella piezas anatómicas y máscaras mortuorias. Por algo la cera estuvo siempre cerca de los cadáveres y no sólo vaciada en cirios y velas; en el siglo XVIII fue asunto de médicos, los estudiantes de medicina practicaban con órganos y miembros de cera y médico fue Philippe Curtius, el maestro de Madame Tussaud, la famosa creadora del museo de cera londinense que lleva su nombre. Curtius fabricaba piezas tan perfectas que fue llamado a Versalles para fabricar el retrato de Madame du Barry. Desde 1770 abandonó la medicina para instalar su salón de figuras de cera en París, primero en el Palais Royal y más tarde en el Boulevard du Temple, donde su “Caverna de los grandes ladrones” instauró una moda tan curiosa como fantasmagórica, e instruyó a la hija de su ama de llaves, Marie Grosholz, en ese delicado arte escultórico. Cuando estalló la revolución, ya muerto Curtius, Marie se vio obligada, para escapar de la guillotina, a vaciar los moldes de las máscaras mortuorias de las testas guillotinadas de sus antiguos y nobles clientes, cabezas a las cuales sucederían las de Robespierre y otros revolucionarios.

Con esas y otras efigies de sus contemporáneos como las de Voltaire y Rousseau, Marie, ya convertida en Madame Tussaud, viajaría a Inglaterra, donde terminó estableciendo su famoso museo de celebridades. Si son curiosos y le entienden al inglés, pueden consultar en internet un capítulo del libro Madame Tussaud and the History of Waxworks (2002) de la historiadora inglesa Pamela Pilbeam, que está interesantísimo, donde cuenta cómo Madame Tussaud instaló su museo en Baker Street con salones decorados en los que ofrecía bebidas y bocadillos a los paseantes. Fue ella la que, según esta historiadora, se dio cuenta de que los visitantes “necesitaban interacción, diversión, y algunos se deleitaban en el hecho de escandalizarse y asustarse un poco en un ambiente seguro”, la esencia de la Casa de los sustos, o Cámara de los Horrores, como bautizó un periodista del Punch a aquella parte del museo que reproducía el Terror revolucionario de 1792. Y no fue Marie la primera escultora en cera; este tipo de escultura, por su ligereza, ya había sido antes oficio mujeril.

Los muñecos de cera reflejan la aspiración en cierto modo pigmaleónica no de retratar, sino de recrear y suplantar al humano de carne y hueso; por ello este arte se ha ido perfeccionando de manera obsesiva en los museos de cera hasta la fecha: ojos de vidrio, cabellos incrustados, incluso las arrugas y las cicatrices figuran en ellos como trofeos, señales de vida. No de balde Archibaldo de la Cruz, en la película de Buñuel, cumple su fantasía asesina en el maniquí de cera que imita a Miroslava. Sin embargo, las figuras de cera, al igual que la fama, tienden a empolvarse: el polvo se adhiere a la cera de un modo que, si uno se fija, suele ser deprimente. Es algo que termina, ineluctablemente, en una especie de momificación.

Por ello, por más que se antoje un simple pasatiempo infantil, la visita al museo de cera siempre resulta un poco siniestra. Nuestro museo de cera de Ciudad de México es, para decir lo menos, tristón, aunque eso sí, folclórico. Supongo que no difiere mucho de los otros, en lo que respecta a su intención o a la calidad más o menos realista de las esculturas, si bien ciertamente comparte con ellas ese airecillo raro, la sensación vaga de compañía real que proporciona el pararse solo en un salón lleno de estatuas. De repente, aquellas figuras que en su momento pudieron parecer realistas, desnudan al paso de los años su artificiosidad; se parecen a aquellos maniquíes de pasta, de pelo duro como peluca. Mi alegría de los años cincuenta, que antes andaban todavía en los barrios viejos de la ciudad como representaciones de una estética perdida –eso le pasa a la efigie de Marilyn Monroe, que con el tiempo ha comenzado a parecerse a Elba Esther Gordillo. Nuestro museo tiene, además, su propia cámara de los horrores, que no diría yo que sea la de las calaveras y los descuartizados, sino la de los ex presidentes mexicanos: nada más entrar a esa sala y ver a Zedillo en plan de mayordomo, se le pone a uno chinita la piel. Justo como le hubiera gustado a Madame Tussaud.