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Documentar el documental (I de II)
Del domingo 11 al domingo 18 de este mes, el finsemanero, amisticado, cuasiantroso, oficialmente tildado de “mágico”, de inmediaciones otrora amenazadas por golfistas inconscientes, cercano al Deefe y pequeño pueblo morelense Tepoztlán, fue por segunda ocasión sede del Festival de la Memoria , creado y organizado hace un año por Alejandra Islas –directora, entre otros filmes, de Los demonios del Edén–, con el exclusivo y encomiable propósito de darle salida, difusión y presencia al siempre cacareado, pero paradójicamente poco visto y peor tratado género documental.
Con seguridad, y al menos dentro del gremio cineasta mexicano, ningún otro subconjunto es tan solidario y de espíritu tan cooperativo como el que conforman los documentalistas. A simple vista –y por fortuna para ellos y para quienes atestiguamos sus esfuerzos–, no parece haber entre ellos el ánimo caníbal, ninguneador o despreciativo que campea en otros ámbitos. Una prueba clara es la participación y el apoyo, en este caso, de tres eventos que comparten los propósitos del Festival de la Memoria : el también joven pero ya bien instalado DOCSDF, Festival Internacional de Documentales de la Ciudad de México; el más que consolidado Docusur, Festival Internacional de Documentales del Sur, así como el llamado Estados Generales del Cine Documental de Lussas, que toma su nombre de un pequeño poblado francés –más chico que el propio Tepoztlán, afirman–, que suma cuatro lustros de vida y es considerado uno de los eventos más importantes a nivel mundial en el género.
De ambos tres, para decirlo con Cantinflas, en Tepoztlán se presentó una muestra representativa, que se sumó a la sección oficial en competencia, a su vez dividida en cuatro conceptos: Memoria y rebeldía, Identidades, Ciencia y ecología y, finalmente, Arte. A todo ello se añadieron tres muestras, tituladas Hecho en Morelos, Luz de la memoria y Mirador México. La primera es elocuente desde el título; la segunda se propuso recuperar algo del cine realizado en 1968, año cargado de múltiples significaciones, amén de celebrar el medio siglo de la Nueva Ola francesa. Mirador México también tiene un nombre que lo explica todo, menos el hecho de que uno o más de los filmes que la integran no formen parte de las secciones en competencia, como sí lo hacen otros documentales mexicanos –entre ellos el ganador Trazando Aleida--, o bien que haya un premio aparte para el Mirador y que en la sección oficial no haya producciones mexicanas (entre paréntesis, este es un problema festivalero recurrente: ¿incluyo o descarto filmes locales de la sección internacional?, y según lo que decida y sin que jamás quede claro por qué unos en una y otros en otra, ¿premio nada más lo internacional o también y aparte lo local?).
OROPEL APARTE
Sin alfombras rojas y sin nadie con ínfulas ni ganas de pasar por encima de dichos trapos, abocado a-lo-que-te-truje y bastante menos a la pachanga que caracteriza cada vez más a otros eventos –aunque no falte por desgracia quien sólo va confiado en que van a darle chupe gratis–, el de la Memoria es un festival en el que sucede la rareza de que sí hay gente en las salas. Sin contar la extensión a la cercana Cuernavaca, en Tepoztlán dos sedes, auditorio y biblioteca habilitada, no mostraron el patetismo del patio de butacas lleno de aire. Ahí estuvo un público tampoco demasiado numeroso pero sí interesado, sí participativo en las sesiones de preguntas y respuestas con realizadores, sí votante de un premio más y, sobre todo, receptor de un cine ajeno a la no-propuesta inherente al mero consumismo que campea en el noventa y mucho por ciento del cine de ficción usualmente asequible.
Al respecto es obligado destacar, a unos meses del 2 de octubre –cuando se cumplirá el cuarenta aniversario de la mayor impunidad oficial en este país–, la inclusión de filmes rodeados de cierta aura mítica que en definitiva no beneficia a nadie pues implica su desconocimiento, y de la que sólo pueden desprenderse mediante su exhibición. Los documentales fueron El grito , de Leobardo López Aretche, e Historia de un documento, de Óscar Menéndez, producidos en 1968 y 1971, respectivamente, a los que se sumaron 68, treinta años después (1998), de Jaime G. Morett, y el muy reciente Ciudad Olimpia. El año que fuimos modernos (2007), dirigido por Daniel Inclán. Con ellos se cumplió, en buena medida, el propósito básico del festival: luchar, por medio del cine, contra la desmemoria.
(Continuará)
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