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El diálogo poético de Giacometti
Miguel Ángel Muñoz
A Adrien Maeght e Yves Bonnefoy,
que me han compartido su pasión por Giacometti
Mujer de Venecia II, 1956 |
Para celebrar el legado artístico de Alberto Giacometti (1901-1966), el Museo Georges Pompidou de París organizó a finales de 2007 la exposición L'atelier d'Alberto Giacometti, una muestra que reunió más de seiscientas obras, entre ellas unas doscientas esculturas, sesenta pinturas y 170 dibujos, la mayoría de ellos nunca expuestos hasta ahora. El núcleo de la muestra fueron los muros de yeso de los tres talleres en que trabajó Giacometti a lo largo de su vida, los dos suizos en Stampa y Maloja y, sobre todo, el mítico estudio parisiense, tantas veces fotografiado, del 46 de la Rue Hippolyte-Maindron. Exposición inédita y quizás una de las mejores que he visto en la última década.
Pintor primero, escultor más tarde, y dibujante cerebral siempre, ya que este proceso creativo fue para él algo más que una apresurada síntesis formal para convertirse en la radiografía siempre borrosa del progreso imaginativo del artista. Su padre, Giovanni, había sido pintor de querencia impresionista tardía, que orientó a Alberto hacia la disciplina de la academia: École d' Arts et Métiers en Ginebra, y un año entero en Florencia, copiando imaginativamente el naturalismo de manual, para aventurarse después en la experimentación. A partir de 1925 se instala en París y comienza la búsqueda de un lenguaje sensible, personalizado, de incuestionables influencias de época: las planimetrías cubistas que configuran el valor visual del volumen, y el descubrimiento del arte tribal –no sólo africano– de potente impronta en la emancipación creativa de la escultura moderna temprana. Si Torso (1925) acusa la mirada de Laurens, The Couple (1926) parece explicar una estética cubista sometida a los imperativos expresivos del artista. Hombre y mujer traducidos a figuraciones formales estilizadas a través del relieve que acentúa su frontalidad.
Spoon Woman, sin embargo, deja ver su clara desviación del simplismo decorativo ancestral, absorbido sobre todo en el Musée de L' Honme . La estela casi artesanal de Lipchitz ocupa los años 1926-1927, cuando se fundamenta la armonía constructiva que connotan los primeros bocetos figurativos. Búsqueda de “conjuntos”, en efecto, dijo David Sylvester, pero persecución casi monotemática de un equilibrio sensible exclusivamente formal. Sin duda Cubist Composition (1928) es un buen ejemplo. Desde entonces, la talla y el modelo definen el campo de acción en el que se afirma el trabajo escultórico de Giacometti. Siempre entre oscilaciones bruscas, hasta alcanzar esas poéticas figuras –solitarias o en conjuntos de presencia coral– que han definido la visión del artista.
Alberto Giacometti, Hombre que marcha (detalle) |
Entre 1930 y 1935, Giacometti comparte las convicciones estéticas del surrealismo, y construye unos objetos audaces que atenúan la efervescencia surreal a través de una voluntad constructiva abiertamente volumétrica. Pienso en Suspended Sphere (1930), mucho más que escarceos psicologistas con pretexto plástico. Molesto con el control omnipresente y manipulador de Breton, Giacometti se aproxima a los desidentes surrealistas –Masson, Leiris, Desnos– y descubre en las insinuaciones estéticas de Bataille el mejor correctivo a la grandilocuencia bretoniana. En la trayectoria de Alberto Giacometti existe una preocupación constante: dar forma a lo invisible. Giacometti es un creador metafísico en el sentido de que busca una suerte de espiritualidad, más allá de lo visible, más allá de la estricta materialidad de las cosas. Esta preocupación por lo invisible, por esa otra realidad, lo llevó, por una parte, a una desmaterialización de la escultura; en sus propias palabras, a una “construcción transparente [...], una especie de esqueleto en el espacio” y, por la otra, a la realización de objetos inquietantes, una suerte de puesta en escena que revelaba la vida interior de los objetos.
A partir de 1935, sin embargo, los obsesivos modelados a pequeña escala, sobre el perfil de su hermano Diego, y las escayolas antropoides, reconfiguran un espacio artístico ya definido. Su proyección a escala superior durante la década siguiente constituye el gran paso que convierte a Giacometti en el artífice incuestionable de la figuración escultórica moderna.
Giacometti depura la anécdota, la apariencia, para encontrar una idea esencial del hombre. En términos generales, estas esculturas se han interpretado como la expresión de un estado de soledad y de angustia. Pero hay que destacar que son metáforas o, mejor, que operan del mismo modo que el objeto invisible. De ahí que Jean Genet diga sobre él: “El objeto invisible es el misterio de la obra de arte, que se opone radicalmente a la visibilidad del mundo aparente, a su trivialidad, a su evidencia. La verdad de la estatua [...] aparece cuando se toca con los ojos cerrados.”
En 1936 cierra filas con Pierre Matisse y su galería neoyorquina, obstinado ya por entonces con la difusión estadunidense del mejor “arte de autor”, Giacometti encontró en Matisse un confidente responsable, siempre dispuesto a rectificar improvisadas apreciaciones a través del diálogo. Su nuevo galerista se empeñó en realizar la primera antológica de Giacometti en Nueva York, y parece que el artista era consciente del esfuerzo: “Siento no poder ir más rápido – escribe–. Es desagradable constatar que las cosas no salen como uno quiere.” Por fin, en enero de 1948, Matisse pudo mostrar en su espacio la obra de Giacometti. El catálogo añadía un texto aquilino de Sartre que, quizás por vez primera y de sorpresa, sabía ajustar su eficaz retórica estética a las impresiones sensibles. “Todo está por hacer –escribe el filósofo–. No hace falta reparar en la mirada antediluviana de Giacometti para adivinar su orgullo y su voluntad de situarse al inicio del mundo.” La tarea del escultor es, para Giacometti, “desengrasar el espacio”, convertirlo en una tenue atmósfera que circunda sin tocar sus figuras. El esencialismo reductivo, el ocasional hieratismo y la austeridad formal de muchas de sus figuras posteriores a su alianza con el surrealismo, tienen que ver con su constante interés por el arte egipcio (aunque también con sus convicciones de sesgo existencialista).
Perro,1951 |
A partir de 1950, la escultura de Giacometti parece como descarnada, muestra la rugosidad de lo inacabado que la hace única. Pintura y dibujo hablan también de las dificultades del artista para conseguir unos signos sensibles propios, que sean expresivos sin desvirtuar en un personalismo devorador su capacidad de comunicación. El gran crítico inglés David Sylvester aseguraba que, como en Cézanne, esos momentos de incertidumbre son los que mejor descubren la belleza extraña de Giacometti, sin impertinentes pretensiones de estilo, frenando una imparable fluidez imaginativa, enfrentando obsesivamente a la presencia humana, y sacrificando las cualidades estéticas a este último valor de veracidad.
Este es Giacometti. Unas estructuras claras en las que se alinean irrepetibles personajes fibrosos, contrapuestos o seriados en ocasiones en pequeñas unidades de significado. Dibujos y óleos que captan la personalidad huidiza del modelo “arañando”, la superficie pictórica con el lápiz o el pincel, raspando planos frontales en los que destaca, en relieve insinuado, una figura inaprensible pero sorprendente, de singular viveza formal y conceptual. Ninguna evocación romántica: figuras ofrecidas a la mirada “casi amenazantes”, como quería Giacometti. La lección del artista es clara. Enseña que el diálogo con la tradición, es decir, interpretarla, no sólo significa volver al pasado, sino que puede servir para sentar las bases de toda supervivencia posible del arte, Alberto Giacometti ya pasó los límites del tiempo.
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