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El legado poético de Aimé Césaire
Jean-Paul Sartre escribió: “Un poema de Aimé Césaire estalla y gira sobre sí mismo como un cohete del cual surgen soles que giran y explotan en nuevos soles [...] La densidad de esas palabras lanzadas al aire como piedras por un volcán, es la negritud que se define contra Europa y la colonización.”
Césaire, el gran poeta martiniqués y uno de los más importantes impulsores del movimiento cultural de la “negritud”, murió el pasado 17 de abril, a la edad de noventa y cuatro años. Había nacido en Basse-Pointe, Martinica, en 1913, y escribió, entre otros libros, Cuaderno de un retorno al país natal (su precoz obra maestra), Las armas milagrosas, El sol guillotinado, Cuerpo perdido, Y los perros callan y Herrajes . Su famoso “Discurso sobre el colonialismo”, que data de 1955, es al mismo tiempo una obra de reflexión crítica y, de alguna manera, su arte poética en prosa.
De hecho, en Cuaderno de un retorno al país natal, Césaire alterna verso con prosa, y lo que consigue es, como dijera Sartre, un objeto verbal y conceptual del que surgen soles que giran y explotan para crear nuevos soles. Este libro, uno de los poemas capitales del idioma francés es, también, uno de los momentos más importantes de la poesía como respuesta a la desdichada realidad social, política y económica no sólo ya de las colonias sino de todos los pueblos negros colonizados.
Desde su arranque mismo (“Al morir el alba.../ Ándate, le dije, hocico de policía, hocico de vaca, ándate, detesto a los lacayos del orden, a los abejorros de la esperanza”), Cuaderno de un retorno al país natal es extraordinario por su violenta poesía de milagrosa subversión, y a lo largo de su medio centenar de páginas hay una historia que va más allá de anécdota, y que sitúa entre el lirismo trágico y la magia épica el pasado, el presente y el futuro de los pueblos negros.
Escribe Aimè Césaire: “Lo que me pertenece, estos cuantos miles de moribundos que giran sin cesar en la calabaza de una isla, y lo que es mío también, el archipiélago arqueado como el deseo inquieto de negarse diríase una maternal ansiedad de proteger la tenuidad más delicada que separa una América de otra; y sus flancos que segregan para Europa el buen licor de un Gulf Stream, y una de las dos vertientes de incandescencia entre las cuales el Ecuador piruetea hacia el África. Y mi isla sin cercar, su clara audacia en pie detrás de esta polinesia y ante ella, la Guadalupe, su espina dorsal partida en dos, hecha de nuestra misma miseria, Haití, donde por primera vez se alza la negritud y dice que creía en su humanidad, y la colita cómica de la Florida donde se acaba con un negro estrangulándolo, y el África gigantescamente moviéndose como una oruga hasta el pie hispánico de Europa, su desnudez en que la muerte siega a grandes trancos./ Y yo me digo Burdeos y Nantes y Liverpool/ y Nueva York y San Francisco/ ni un pedazo de este mundo que no lleve mi impresión digital/ y mi calcáneo en el lomo de los rascacielos y mi mugre en el fulgor de sus gemas.”
Césaire es uno de los grandes poetas del siglo xx, en cualquier idioma, cuya vida (y cuya muerte) desembocó en el siglo XXI. Pocos poetas como él entendieron que escribían en francés pero que no eran franceses, sino negros colonizados y antes esclavizados, a quienes les dieron el francés como lengua y que, con ella, tenían que construir una fortaleza contra el colonialismo. Al hablar de sí mismo y de los otros que son iguales a él (negros y colonizados, inferiores siempre ante la revolución y la nación que proclamó el “Vivir libre o morir” y no sólo promulgó la “Libertad, igualdad y fraternidad”, sino que dijo pugnar por la felicidad de todos), Césaire desmiente: “Y puesto que juré no ocultar nada de nuestra historia (yo que admiro tanto al carnero paciendo su sombra de la tarde), quiero convenir en que fuimos, en todos los tiempos muy ramplones lavaplatos, limpiabotas sin envergadura, y considerando las cosas lo mejor posible, hechiceros bastante concienzudos siendo el único récord indiscutible que hemos batido el de la paciencia en soportar el látigo.”
“Conozco mi infancia”, escribe Aimè Césaire, y sí, la conoce y la reconoce. Por eso su poesía es lo más cercano a la verdad y lo más lejano del falso lirismo de la idealidad bucólica. Tal es su legado; tal es su incandescente poesía.
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