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Ana García Bergua
Humo en nuestros ojos
Tengo el vicio del cigarro y eso que no fumo, pero es verdad. Llevo quince años sin llevarme a la boca una de esas humeantes golosinas y todavía se me antojan. A veces, incluso, sueño que no me puedo aguantar y me fumo un cigarro –¡cómo me gustaban los del camellito!–, luego siento una gran decepción: ya caí. Luego me despierto y respiro: qué padre, fumé sin fumar. En mi casa se fumaba mucho: mi padre, como chacuaco de los prados; mis hermanos y yo éramos más finos. Aun así, yo desde los catorce años entré al mundo chimenea y tardé mucho en abandonarlo. Salí un día en que amanecí de color amarillo tirando a verde, y más que mis pulmones fueron mi vanidad y una cruda de cigarro espantosa las que no pudieron soportarlo, así que lo dejé de tajo. No lo sustituí por nada, más que por retorcerme las manos, cosa que sigo haciendo, dando vueltas por la habitación como las señoras de los melodramas mexicanos (debería peinarme de chongo, ahora que lo pienso). Y no he vuelto a fumar, porque no sé si el asco y la vanidad alcanzarían de nuevo para dejarlo; así de arraigado está el vicio. Hasta hace poco todavía me gustaba sentarme junto a un fumador que ejerciera sus funciones e inhalar sus humos con fruición, parasitariamente, como si fumara de prestado. Sin embargo, a últimas fechas ya no lo soporto; ni siquiera puedo olerlo, tratar de distinguir la marca en la memoria, pues me empiezan a llorar los ojos, la nariz y el alma toda. Es una tragedia, como la de aquellos amores inconvenientes y dañinos, que aun cuando hace muchos años que pasaron, siguen despertando en quien los padeció recuerdos entrañables y a algunos les inspiran canciones espantosas. Mi padre murió de los pulmones, lo dejó cuando era tarde, pero nunca se arrepintió de haber fumado. Siempre decía que, a cambio, lo disfrutó muchísimo.
Es curioso pensar que el cigarro era, en principio, un remedio o una costumbre de los indios de nuestro continente; remedio que Colón llevó a Europa y costumbre que Raleigh popularizó, por lo menos en Inglaterra. Sin embargo, el siglo xx ha sido el siglo fumador por excelencia. Nuestra imaginería cinematográfica está llena de figuras sensuales, meditativas o atacadas de angustia inconcebible, acompañadas de cigarro, la pipa o el puro que es como un chiste, y un montón de relatos cuentan “encendió un cigarro” cada dos páginas. Los intelectuales franceses a mediados del siglo fumaban sus Gitanes y sus Gauloises con un estilo inimitable, y la gente, que no fuma luego de hacer abdominales, lo practica después del ejercicio amoroso. Chéjov tiene un monólogo maravilloso que se llama Sobre el daño que hace el tabaco, cuyo protagonista aprovecha más bien para quejarse de su mujer y, por cierto, fuma. Y bueno, el tango que dice que es un placer genial. Fumar no es cualquier cosa.
Por eso la ley antitabaco despierta tantas pasiones: ¿qué no ven que es malísimo, preguntan las autoridades que la aprobaron? Pues sí, pero atenta contra nuestra libertad, responden los ahumados practicantes. Y las dos cosas son ciertas, a mi modo de ver. El problema es que ambos lados pretenden negar el otro: los fumadores, su imposibilidad de dejar la adicción –que lo es–, la certeza de un futuro que, en su versión más suave, terminará con la chirriante compañía del tanquecito de oxígeno con ruedas y la realidad de que para muchos el humo es algo no sólo molesto e insalubre, sino que además arruina el maquillaje. Las autoridades, la realidad de que el cigarro, al contrario que otros vicios, ayuda a concentrarse para trabajar y a estar despierto –no inhabilita como el alcohol en exceso y otras sustancias–, tiene un prestigio social y cultural muy arraigado, existen fumadores muy educados que, si se les pide que no fumen, no lo hacen, y además, que los fumadores tienen derecho a contar con sitios en los que se pueda fumar y hacer cualquier otra cosa al mismo tiempo. No me malinterpreten, me refiero a cenar o escuchar música, por ejemplo, pues si se les confina a la calle o a su casa, están fritos. Otras que no sueltan prenda son las compañías tabacaleras; basta con ver la cantidad de químicos que añaden al cigarro para volverlo más adictivo. Si además leemos los datos que expone Arnoldo Kraus en su artículo del 5 de marzo en este mismo periódico, deberíamos dejar de fumar todos o cultivar el tabaco en macetitas caseras.
Si combinamos la prohibición de fumar con la de echar miradas lascivas, estamos clausurando toda una manera de ver (y respirar) el mundo. Vamos, si el mismísimo Raleigh murió fumando…
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