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The Pillowman
La tradición oral refiere que Martin McDonagh tiene como pasatiempo principal crearse una leyenda de sí mismo. Nació en Londres pero se dice irlandés de cuna, como sí lo son sus padres; ha tildado de “aburridos” a Shakespeare y a Chéjov, y ha contrapuesto a Pinter y a Tarantino (of all people) como ejemplos auténticos de genio dramático; se retiró de la escritura tras ganar un Oscar como guionista, y administra sin bríos una fortuna creciente al tiempo que juega futbol amateur… No hay que poseer una suspicacia extraordinaria para detectar que McDonagh se ha diseñado una imagen decidida de enfant terrible, escudado en el éxito que sus obras han tenido en su país natal y en otros muchos de este orbe sobrecalentado.
Lo que McDonagh ofrece como autor no sorprende; se vincula evidentemente con sus exabruptos declarativos. Su corpus dramático se emparienta con la mejor tradición de la well-made play británica: de Pinter a Orton, de Bond a Stoppard, los ecos de otras voces en su teatro son evidentes: predominancia del diálogo, proyección delimitada del espacio escénico desde el texto mismo, acidez corrosiva en el estilo, construcción de un realismo alterado por circunstancias extra escénicas. En The Pillowman, acaso su obra mejor construida y la que mayor repercusión internacional le ha significado, estos rasgos alcanzan un volumen depurado a través de una clave estilística que lo acerca a la literatura negra y a cierto humor que muchos relacionarían con una comicidad típicamente británica. La acidez reviste el acercamiento del dramaturgo a sus dos ejes temáticos centrales: el significado de la profesión literaria en el marco de un régimen totalitario y la relación oscilante y crepuscular entre dos hermanos. La sensación opresiva latente en el texto se materializa en la preconcepción del espacio escénico, que evoca la mazmorra en la que el escritor de cuentos infantiles Katurian Katurian (Erwin Veytia en la función presenciada) y su hermano Michal (Kuno Becker) son recluidos ante la sospecha de que Katurian ha llevado a la práctica, o al menos incentivado, los asesinatos y mutilaciones a infantes referidos en su literatura.
El montaje de la obra de McDonagh, debido a Mario Espinosa, que cuenta con temporada en el Foro Scotiabank de Ciudad de México, libra su primera batalla escénica con las características de la sala teatral. Gloria Carrasco y Ángel Ancona, escenógrafa e iluminador respectivamente, se han enfrentado a la necesidad de configurar un espacio de ficción asfixiante en un foro de dimensiones que parecieran excesivas. Pese a su aforamiento como teatro de cámara en herradura, es evidente que las distancias sobrepasan la intimidad viciada que los actores buscan construir. El trazo escénico del director persigue entonces la habitación completa del espacio a través del gesto mínimo, del flujo concentrado de energía y tensión entre los integrantes del elenco.
Hay que decir que esta habitación del espacio escénico se consigue plenamente; además del diseño lumínico de Ancona (proclive a los blancos concentrados), son los intérpretes quienes hacen del relato una sucesión de pasajes de tempo uniforme marcado por una tensión sostenida. Pese a cierto decaimiento en el ritmo durante los rompimientos en los que escenifican algunos de los cuentos infantiles debidos a Katurian, los actores despliegan un rendimiento general homogéneo, apenas afectado por quebrantos atribuibles, casi todos, a la enunciación de una traducción del inglés de sintaxis dudosa. Alejandro Calva y Jorge Zárate, los detectives encargados de punzar literal y figuradamente a los dos hermanos, parecen sobrevolar la escena en bajo perfil; su discreción no reduce ni resta, antes suma y amplifica. Acaso sea Veytia quien se note errático y distante, demasiado formal para el recorrido emotivo que ejecuta. Sorpresivamente, es un actor más bien televisivo como Becker quien sobresale: matizado, expresivo y equilibrado, su Michal sobrepasa el cliché del enfermo mental y se vuelve complejo y contundente. Incluso, Becker se impone a lo que pareciera cierto cobijo del director, divisable claramente en un signo: los pantalones para poliomielítico con los que se busca ayudarlo a construir el perfil de un personaje anormal. Kuno termina encarnando mucho más que eso en un montaje que, pese al atavío comercial con que se muestra, ofrece mucho más que entretenimiento.
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