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Marco Antonio Campos
Repaso de Novecento
De Alessandro Baricco quizá haya quien prefiera su abigarrada y confusa novela, Castillos de rabia, o Seda, esa bella novela que le dio fama internacional, la cual está hecha de delicados pespuntes y calculados efectos, o Sin sangre, una historia de venganza sin una última venganza que ocurre probablemente durante la Guerra civil y las décadas postfranquistas, o Esta historia, la vida de Ultimo Parri que desde niño diseñaba el mundo como un adulto y lo diseñaba para una mujer... Pero ningún libro escrito por él me ha emocionado tan prolija y profundamente en lecturas y relecturas, que su breve monólogo Novecento (Mil novecientos), su primera pieza teatral, una obra que se subraya casi línea por línea, y donde múltiples emociones acaban, o parecen acabar, en una sola y alta emoción. Es un libro, como quería Nietzsche, que se lee de pie. En la sostenida emoción que hay a lo largo de las páginas, me hace recordar la experiencia vivida con otra novela corta, Billy Budd, de Herman Melville, la cual, grata coincidencia, tiene que ver también con asuntos de mar. Pero ante todo debe entenderse que Novecento es la obra escrita por un narrador de ficciones. Por eso tal vez en la edición bilingüe francés-italiano, publicada por Folios, creo que con precisa justicia, se hable de novela en la cuarta de forros. Tal vez tan emotiva, tan llena de ternura y de tristezas, es la película de Giusseppe Tornatore (La leyenda del pianista sull'oceano), basada en la pieza de Baricco, pese a que en tiempo dure tres o cuatro veces más. Aun me atrevería a decir que el único personaje inolvidable creado por Baricco hasta hoy es el extraordinario pianista, el pianista mágico, “el más grande”, “el mejor, lo juro, el mejor”, Danny Boodman T.D. Lemon Novecento, nacido en un barco (el Virginian) exactamente el año de 1900, y encontrado una mañana por un viejo marinero negro Danny Boodman en una caja de cartón en la sala de máquinas cuando “todos habían descendido en Boston”, probablemente abandonado por emigrantes, que hacían esa suerte de cosas, “no por maldad” sino por miseria extrema. Cuando dicen a Boodman que 1900 es un número y el niño no puede llamarse así, responde: “ Era un número: ahora es un nombre”.
Baricco sabe oír las voces y trasladarlas a las páginas. Sus mejores momentos creemos hallarlos en las voces coloquiales de Novecento y en las voces heroicas de su admirable adaptación de la Ilíada. La historia del pianista la narra en un monólogo un trompetista, de quien nunca sabemos el nombre, y quien pasó en el barco esos reales o imaginarios años que van de 1927 a 1933.
Casi todas las historias en las narraciones de Baricco suelen ocurrir más en otros países que en su natal Italia: Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Japón, España, la Grecia antigua... Novecento ocurre increíblemente en el océano. Hasta donde recuerdo en el libro se menciona a menudo el océano pero nunca hay una descripción de él. Sólo llegamos a enterarnos en una ocasión que hay una tormenta, pero la cual se cuenta dentro de la nave; sin embargo sentimos que el océano está siempre y su peso es opresivo. A excepción de Seda, cuya historia pasa en la segunda mitad del siglo XIX, sus novelas transcurren en el siglo pasado.
Hay cuatro escenas, quien nadie que haya leído el libro, seguramente olvidó. Las dos primeras nos emocionan, a causa tal vez de lo que llamaríamos una alegría invencible: la primera, cuando a la hora de la tormenta el de la voz narrativa y Novecento tocan juntos la trompeta y el piano, mientras el barco parece zozobrar y Novecento y el trompetista se deslizan de uno a otro lado del barco, destrozando lo que hallan pero sin dejar de tocar (“era bailar en el océano, nosotros y él, locos y perfectos bailarines, abrazados en un turbio vals, sobre la dorada duela de la noche”); la segunda, el momento de la apoteosis musical de Novecento, cuando vence en 1931 en el desafío más grande de la historia del jazz al inventor de éste, a Jelly Roll Morton, quien, harto de la leyenda del pianista del Virginian, sube en Boston al barco dispuesto a reírse de él.
Las otras dos escenas son denodadamente tristes. Alguna vez, quizá muchas veces, le comenta Novecento al trompetista, se imaginó el mundo al revés: no ver la tierra y las ciudades desde el barco sino el océano desde la tierra y las ciudades. Y llega una vez el día tantas veces soñado e imaginado. Luego de despedirse de todos, ante la muy probable satisfacción de todos, Novecento empieza a bajar con gran decisión del Virginian en Nueva York, porque también quiere, como los emigrantes europeos, hacer la América, pero al llegar al tercer peldaño, entonces, allí...
La cuarta escena se halla casi al final. Acaece a principios de la década de los cuarenta. Son los años de la Segunda Gran Guerra. Cansado de ser cañoneado al punto de volverse inservible, el Virginian será hundido en Plymouth, Inglaterra. El trompetista se entera del hecho y de inmediato se dirige al sitio. Sabe que Novecento se ha pertrechado arriba del barco, en el cual, hay dinamita dondequiera. Sube. Encuentra a Novecento en la sala de máquinas sentado sobre una gran carga de dinamita. Intenta disuadirlo, pero Novecento se niega a bajar. La tierra, le dice, es para él una nave demasiado grande: “Un viaje demasiado largo. Una mujer demasiado bella. Un perfume demasiado fuerte. Una música que no sé tocar.” Lo ha dicho todo. Los que creemos vivir en la tierra leemos las frases como un epitafio, o si quieren, como un antiepitafio.
Novecento es uno de los libros más emotivos que he leído y que no merecen -no pueden merecer- olvido ni marchitación.
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