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Los pasos sin rastro
Salí del hotel cercano a una avenida transitada y fui andando hasta la estación Samsung. El cielo de Seúl tenía una delgada entretela plomiza bajo unas nubes que se estaban por llover. Por eso quizá compré un paraguas al entrar al metro y, por eso quizá, subí el cuello de mi chaquetón hasta el ras de mis orejas. Abordé el trenecillo sin saber el rumbo que seguiría. O si acaso lo sabía no lo recordaba. Lo cierto es que de pronto me encontré en medio de una multitud de coreanos que me auscultaban con unos ojos aviesos y chispeantes. Casi sin quererlo, empecé a pensar en el destino de cada uno de los tripulantes que me rodeaban. Pensaba en sus pasos, sobre todo. Los pasos que dieron sin siquiera yo presentirlos y los que darían cuando apenas abandonara ese país. Un vagón de trenecillo hecho de muchas vidas que apenas se habían cruzado un par de veces. Y yo, con mis pasos, en medio de tantos y de tanto, sin rumbo y sin esquinas. En una estación cualquiera me levanté de mi asiento y abandoné el vagón. Salí a una avenida transitada parecida a la avenida del hotel donde me hospedaba. La gente iba y venía. La lluvia había empezado por fin a caer. Entonces avancé algunos pasos y, a ciegas con los ojos abiertos, desaparecí sin dejar rastro (ni de pasado, ni de porvenir) entre el tumulto de gente. |