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Marco Antonio Campos
Juan Gelman: poesía con pájaros
Aun más que en su anterior libro (Valer la pena), Mundar , publicado hace unas semanas por Seix Barral de Argentina, es, en una vía, un libro de reconciliación y de reconstrucción: poemas de vuelta a una infancia que se niega a irse; poemas a los padres y al hijo que son como un llanto y quienes son como figuras y sombras que desde la casa de la niebla vuelven a la vida para morar a veces en la casa del alma y en la casa del recuerdo; poemas al amigo caído hace cosa de treinta años en el fragor del combate (Paco Urondo) y al amigo que se despidió pronto sin permiso (Rapi Diego); poemas a la compañera de los últimos veinte años, a las nietas sorprendentes, a los amigos que se han hecho en el país donde él decidió que sus restos quedaran, y poemas a la “patria desnuda”, una patria, como cualquier otra latinoamericana, donde hemos visto decenas de ocasiones la matanza de los inocentes y la glorificación de los asesinos. En el mundar Gelman ha encontrado que las infinitas atrocidades del hombre contra el hombre desmundan un mundo que acaso alguna vez fue hermoso y que en el sueño de la utopía quisiera volverlo y devolverlo al paraíso original.
Pero también, en la otra vía, poemas de tristeza porque la vida que alguna vez se quiso cambiar está yéndose con su perra a otra parte. Algo triste que se va: como los tangos que vigilan el sueño y hablan de dolores que no se curan ni con lágrimas, o como esa Malena, que creó Homero Manzi, a la que vuelve “la luz que en soledad vivía”. Algo triste que se va: como el canto mañanero de la alondra o la fuga del pato salvaje. Algo triste, algo que es o está “en perdederas del adiós”. Por eso quizá una palabra que vuelve de continuo en la obra de Gelman sea pájaros. En Gelman hay un “pasado que pajara”. “Pájaros de ida y vuelta” en el aire de las páginas: algo bello en el aire gris o azul que va alejándose y de pronto deja de verse y sólo quedan las nubes. En la vida, al final, cuando vemos hacia atrás, sólo hubo lentas o súbitas marchitaciones.
Gelman ha creado en una bellísima desconstrucción numerosas imágenes dislocadas y distintos tonos imposibles de repetirse ni de imitarse, pero cuyas flechas van directo al corazón y al alma o amplían la casa de la imaginación. Es, como definiría Octavio Paz, un decir sin decir : algo que hicieron a menudo con gran belleza en el siglo pasado Huidobro, Celan, Seifert, Vallejo, Gonzalo Rojas, Bonifaz Nuño. Imágenes que en Gelman tienen un encanto honda y raramente vallejiano: “El dentrofuera es un temblor tardío” (…) “Alguien llora la carta que va a escribir” (…) “En su madera más sutil/ el hombre lloró mucho” (…) En el camino cae lo ciego del andar.” El país se vuelve el páis y Buenos Aires lo leemos y lo oímos como Baires. Si en la poesía “el alma no rima con el ritmo del corazón” es como una lluvia que en la calle no se oye, como un sol vacío, como una tierra seca.
El mundar de Gelman ha sido buscar el centro del mundo, pero las circunstancias a veces increíble y dolorosamente difíciles, lo han obligado a irse una y otra vez a los alrededores y la periferia, para luego buscar otra vez el centro perdido. Vivir ha sido también desmorir, y morirse - digo, es un decir - será como el vuelo de los pájaros que salen de las páginas de su poesía y a los que vemos hundidos en el horizonte. ¿Pero acaso no intuimos, acaso no supimos que, como nosotros,”los pájaros cambian de vida/ y preguntan lo mismo siempre”?
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