Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 30 de septiembre de 2007 Num: 656

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Marco Antonio Campos: viajero en la poesía
NEFTALÍ CORIA

Voces poéticas de Brasil

El deseo o la traición
de la felicidad

DAVID RABOUIN entrevista con SLAVOJ ZIZEK

Ricardo Salazar, fotógrafo
VÍCTOR NÚÑEZ JAIME

Dos poemas
BERNARD POZIER

Leer

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR


Directorio
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Jorge Moch
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Cínicos

La reforma electoral que va y viene en el discurso ping-pong de los muy trabajadores señores políticos afecta directamente, y no de muy feliz manera, a la televisión. Concebida desde su origen como herramienta de manipulación informativa y por ello social, era de verse que el pretendido agostamiento de las ingentes fortunas vertidas en propaganda política levantaría ámpulas entre los empresarios del ramo y sus personeros enquistados en las cámaras legislativas. Es previsible, también, que de la gestión zalamera, del “lobbismo” de esos personeros se pase a la presión directa, al chantaje emocional elevado a rango de trato institucional e incluso a la amenaza explícita. Sin embargo, al limitar –o eliminar, vaya– el flujo del dinero a los bolsillos sin fondo de los empresarios de la tele (y la radio), principal y básicamente Televisa y tv Azteca, el país sale ganando, y lo que dejen de meter ellos a sus gordas cuentas bancarias será en realidad como hurtarle un pelo al gato amén de un considerable ahorro en recursos que son, según dicta la Constitución, tuyos y míos: ni del gobierno, que discrecional e históricamente los ha convertido en honorarios para pagar el lavado consuetudinario de su imagen, ni de los crasos profesionales de la mentira que todos los días se meten a nuestras casas por la ventana a su mundo que es la pantalla.

Las televisoras privadas lo saben bien. El gran negocio de la televisión mexicana está en sus cuotas publicitarias, mucho más caras que las de sus símiles norteamericanas o europeas, por ejemplo. Pero también la funesta relación entre la política y la televisión convirtió aquélla en pingüe negocio –muchos medios, verbigracia, aplican al espacio publicitario o propagandístico gubernamental una tarifa distinta a la que cobran a cualquier hijo de vecino, ya de suyo carísima, insisto, y todavía se mangan la cachaza, solapada por multitud de funcionarios menores pero harto corruptos que firman las requisiciones de sus respectivas dependencias, de duplicar, triplicar y hasta quintuplicar el cobro; una práctica lamentable que por desgracia también se ha reproducido en la prensa escrita, lo que nos permite colegir que la corrupción efectivamente, como el tango, necesita de dos– y a partir de la avidez de la televisión por el filete jugoso de los presupuestos propagandísticos del gobierno, ambas se enfilaron por el pervertido camino que ya demasiado conocemos en México, llevando el ámbito de la propaganda durante procesos electorales a los extremos más aberrantes del denuesto, la calumnia y el insulto a la inteligencia del mexicano y a los más elementales casos de indecencia.

Están enojados, los empresarios. Así lo demuestran el tratamiento sesgado –u omiso– de tales asuntos en sus espacios informativos o de análisis, y así lo demuestran también sus manifiestos y desplegados en la prensa nacional. Están enojados porque temen que, en los hechos y por primera vez en la historia del medio en este país, se imponga el buen juicio que ampare el bienestar común por encima de sus personales, infinitas avaricias y sus pésimos hábitos.

Son diversos estos muy deseables acotamientos: desde el “cero recursos” para campañas electorales en radio y televisión, lo que por ende obliga al ciudadano a razonar su voto en función de una realidad tangible y no de una virtual, tergiversada en los medios o sencillamente mendaz, hasta la prohibición expresa de que cualquier gobierno, desde el municipio a la federación pasando por las gubernaturas, tan proclives al caciquismo mediático, realice, contrate o transmita en televisión comercial anuncios de sus presuntas obras públicas, programas sociales o conquistas populares, porque huelga explicar aunque perogrullescamente nunca sobre decirlo, ésos precisamente son los renglones de toda obligación en la administración pública: simplemente hacer el trabajo por el que la gente los contrató por vía comicial.

¿Utopía? ¿Candidez? Un poco, sí, porque el monstruo bifronte del duopolio y sus amanuenses y palafreneros en puestos públicos, que desgraciadamente no son pocos, siempre han opuesto al bien público la descomunal fuerza de su voracidad crematística. Aunque una salvedad puede reforzar la necesidad republicana de retornar las televisoras a una justa dimensión de medio masivo privado: su añejo tenor de mascota, su histórica y variopinta sumisión al poder. El problema radica, realmente, en que ese poder –hoy de derechas– realmente esté interesado en poner en su lugar a la televisión.