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Mané y el sueño*
Carlos Drummond de Andrade
Ilustración de Juan Gabriel Puga |
La necesidad que tiene Brasil de olvidar sus graves problemas, difíciles de afrontar, o por lo menos de atenuar con un poco de distracción y alegría, hizo del futbol la felicidad del pueblo. Ricos y pobres olvidan sus aflicciones y se vuelven locos por él. Y los grandes jugadores se convierten en una especie de camaradas nuestros, a los que amamos o detestamos dependiendo de si nos frustran o si nos conceden el placer de un espectáculo de noventa minutos, prolongado indefinidamente en la tertulia e incluso en la soledad del recuerdo.
Mané Garrincha fue uno de esos ídolos providenciales con que la fortuna vino al encuentro de las masas populares y hasta de los señores bajo cuya responsabilidad diaria está la suerte de Brasil, ofreciéndoles al jugador que contrariaba todos los principios convencionales del juego y que al mismo tiempo lograba los más maravillosos resultados. ¿No sería acaso una señal de que el país, incompetente para el destino glorioso que ambicionamos, lograría vencer sus limitaciones y deficiencias para alcanzar el nivel de grandeza que nos daría individualmente el mayor orgullo, pasando por encima de antiguos complejos nacionales? Una sospecha que ciertamente no afloraba al nivel de la conciencia, pero que muy bien podía instalarse en lo más hondo del espíritu de cada compatriota inquieto e insatisfecho consigo mismo, o más aún, con la vida en general.
Garrincha, desde su irresponsabilidad amable, podría, quién sabe, darnos la clave de un secreto que él poseía y que él mismo no alcanzaba a comprender, inocente del origen mágico de sus músculos y sus pies. Divertido, espontáneo, imprudente, con una inocencia que no excluía las astucias instintivas de Macunaíma –ningún modelo más exacto que ése–,seducía a un pueblo que, mirando a su alrededor, no encontraba a los grandes héroes, a los santos milagrosos de los que precisa en el día a día. La sociedad se entendía con él muy fácilmente. Garrincha no pedía nada a sus admiradores; no les exigía sacrificios ni esfuerzos mentales para admirarlo y seguirlo, pues por principio de cuentas no quería que nadie lo siguiese. Cargaba a sus espaldas un peso alegre, dispensándonos de arrastrar la misma condena. Su ambición o proyecto de vida (si es que, tratándose de Garrincha, se puede hablar de un proyecto) consistía en la plática de cantina, en los placeres de la cama, de donde vendría el placer de nuevos hijos, en el desentendimiento, al fin, con los bienes burgueses de la vida.
No soy de los que, como los dirigentes deportivos, clubes, autoridades civiles y fanáticos hinchas en general, muestran su ingratitud hacia Garrincha. En la propia esencia del futbol profesional se instalan la ingratitud y la injusticia. El jugador sólo vale mientras juega, y si es fino al jugar. No le perdonan el lapso sin inspiración, el traicionero titubeo de un instante, la sombra de los problemas personales sobre su desempeño en el partido. Es el precio que se paga por deslumbrar a la afición y a los señores de la banca, para desahogar nuestra alma, para consolarnos de nuestros fracasos, para disimular las amarguras de la nación. Él cree que entró al campo a defender su sustento, pero su misión fundamental será defender a millones de angustiados presentes y ausentes de sus fantasmas personales o colectivos. Garrincha fue uno entre muchos de esos desdichados, de los cuales sólo se salva uno que otro elegido, con la estrella en la frente, como Pelé.
La simpatía nacional acogió a Mané en todas las jugadas de su vida, por más desastrosa que ésta fuera, y eso es algo que nos libra del remordimiento que nos causa su triste fin. El niño grande que él nunca dejó de ser fue víctima del germen de autodestrucción que traía consigo: le faltaban las defensas psicológicas que lo salvaran del clamor de amigos y fanáticos. Garrincha, adorable, era una hoja al viento. Queda el maravilloso recuerdo de sus increíbles hazañas, que regalarán siempre una sonrisa a quien las traiga de nueva cuenta a la memoria. Basta ver un video de los partidos que disputó: se percibe al instante cómo el cuerpo humano puede ser instrumento de las más geniales creaciones en el espacio, rápidas como el relámpago e imborrables en la memoria. Quien vio jugar a Garrincha no puede tomar en serio las teorías científicas que predicen la inminente parábola de una pelota y garantizan la victoria –que no llega.
Si hay un dios que rige el futbol, ese dios es ante todo irónico y burlón, e hizo de Garrincha uno de los enviados suyos con la encomienda de burlar todo y a todos en los estadios. Pero como es también un dios cruel, despojó al pobre Garrincha de la facultad de percibir su condición de enviado divino. Fue un pobre y pequeño mortal que ayudó a un país entero a sublimar sus tristezas. Lo malo es que las tristezas vuelven, y ya no tenemos otro Garrincha. Necesitamos uno nuevo, que nos alimente el sueño.
*Publicado en el diario Jornal do Brasil, el 22 de enero de 1983, dos días después de la muerte del crack.
Traducción de Iván García
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