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Ana García Bergua
El retorno de Ernesto Alcocer
La realidad suele ser interesante, pero sosa. Por ejemplo, cuando la policía captura a un asesino serial, a un narcotraficante siniestramente folclórico, a un secuestrador de crueldad apabullante, y se les inquiere sobre la causa de sus acciones, las respuestas suelen ser de una trivialidad espantosa, puras bobadas, simplezas de aquellas que nos conducen siempre a amargas reflexiones sobre la banalidad del mal: que si su mamá les pegaba, que si estaban enojados, que si quién sabe cuál honor mancillado o cuál dinero perdido, nada original o por lo menos proporcionado a sus horribles hazañas. A veces no es así y nos topamos con un mar de fondo –como diría Patricia Highsmith y como hemos visto con el caso del famoso chino–, pero, por lo general, las noticias de nota roja necesitan de una pluma que busque en ellas lo que los protagonistas no sospecharían, aquello que tan bien entendió André Gide cuando escribió La secuestrada de Poitiers, o Truman Capote, por ejemplo, con A sangre fría: la idea de que en el fondo de un reportaje de nota roja existe una revelación escalofriante sobre nuestra condición humana, que escapa a las consideraciones morales o clínicas. Pongamos por caso un reportaje aparecido en Reforma hace unos años: un tipo se encuentra sentado en el sillón de su casa abrazado de su muñeca inflable mirando películas porno en el dvd. Llega su mamá, le dice que eso está muy mal, y con un cuchillo cebollero procede a asesinar a la muñeca; el hombre reacciona asesinando a su mamá de la misma manera. Quizá la petite histoire detrás de lo ocurrido sea interesante, digna de estudio psiquiátrico –del hijo, la mamá y hasta la muñeca–, pero a un escritor de miga aquello le puede sugerir tramas que en la realidad parecen no estar allí y que la literatura puede tejer. ¿Qué hay detrás del mal, qué voces justifican los actos inicuos, qué laberintos sórdidos, húmedos e incluso tragicómicos arman las razones de aquellos actos en cuya forma no se observa sino pura demencia?
Truman Capote |
Parece que eso se preguntó Ernesto Alcocer cuando escribió los relatos con que ha formado su libro Perversidad. Narrador y pintor, entre otras cosas, Ernesto Alcocer había entrado con el pie derecho a la literatura mexicana en 1993, cuando publicó en Ediciones era su primera novela, También se llamaba Lola, sobre el mundo que rodea a una inquietante bailaora de flamenco. Llamado quizá por otras vocaciones, desde entonces nos tenía a dieta de su forma de narrar que gusta de jugar con las voces y testimonios de sus protagonistas, hasta ahora en que, catorce años después, aparece Perversidad bajo el sello de Destino. Son pocas aunque muy largas las seis nouvelles que conforman Perversidad. Las dos finales, se señala en el libro, fueron escritas a cuatro manos con Santiago Bolaños. Para el gusto de esta columnista, el mejor de todos los relatos es el primero que se llama "El tercer grado de obediencia perfecta", sobre el caso del obispo rector del seminario diocesano de Guadalajara, Ángel de la Cruz, acusado de pederastia. En el relato de Ernesto Alcocer, la voz y las razones de Ángel de la Cruz para seducir y llamar después a su víctima Sacramento Santos dan escalofríos en su meliflua, torcida argumentación, que lo incita y a la vez lo culpabiliza, convenciéndolo de que lo malo que hace con él es lo más bueno. El ambiente claustrofóbico y enrarecido del seminario, las ideas del cuerpo en la religión, todo lo da aquella voz con la que Ángel de la Cruz, enfermo y arrinconado, escribe a Sacramento para justificar sus actos y pedir algo más. Finalmente, ¿qué hay detrás de la iniquidad, sino la voz de alguien convencido de que era necesaria?
Habría más de qué hablar. Ernesto Alcocer hace transitar a sus personajes por medios que conoce de sobra, más no por ello deja de indagar en los mundos ambiguos que nacen en este siglo XXI, sus noticias y escándalos: trasplantes de cara, muñecas inflables, cambios de sexo, brigadas antiinmigrantes. Busca en sus relatos dar carne y raíz a esta especie de locura que produce titulares e indaga en las múltiples transformaciones del cuerpo, proporcionando la infaltable sorpresa final del cuento clásico. A mí me parece admirable que, siendo un autor tan espaciado en sus publicaciones, su estilo narrativo se ha mantenido terso, vigoroso y sugerente en estos años, despierto a las voces. Esperemos que para el próximo libro no nos haga esperar tanto.
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