Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES
(h)ojeadas:
Reseña
de Gabriela Valenzuela Navarrete sobre Habitar a otro
Cuento
Reseña
de Leo Mendoza sobre Relatos de la condición humana
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
VERÓNICA MURGUÍA
CINISMO E INTELIGENCIA
Yo no sé cuando pasó: de pronto se comenzaron a confundir el cinismo con la inteligencia, y la capacidad para indignarse con la santurronería. En la prensa, en la calle, en la vida privada, el pudor, la cortesía y la obligación de reflexionar han sido sustituidos por la tosca idea de que decir lo que uno piensa, por vil que sea, es decir una verdad universal. Esta curiosa aberración se nutre de las circunstancias mexicanas de estos días, y ha hecho que muchos conocidos muestren el cobre de forma deslumbrante.
Por ejemplo, imagínese el lector en medio de una reunión variopinta: de pronto alguien hace un comentario racista. Si uno se indigna, no faltará quien a guisa de consuelo nos reproche nuestra abominable ingenuidad con el argumento de que "México siempre ha sido un país racista". ¡Como si se necesitara una inteligencia superior para descubrirlo! ¿No basta un paseo de dos cuadras para darse cuenta? Que alguien confunda las circunstancias de su nacimiento, tan fortuitas como decisivas, con méritos personales, me parece una idiotez imperdonable, pero este es el único argumento del racista. Endeble, por lo menos.
Si a uno le ofende la palabra "naco", en ese momento pasa a formar parte de la Cofradía de la Cursilería Perpetua, a ser alguien digno de lástima, y Dios nos libre, "políticamente correcto". No importa que individuos como el presidente de Estados Unidos, un ser políticamente incorrecto si los hay, sea mundialmente identificado como un individuo con muy pocas luces, incapaz de leer un párrafo o de elaborar una idea. Igual ocurre con nuestro presidente, pero últimamente la obvia relación entre racismo y poder, y racismo y estupidez –la ciencia me da la razón, no hay razas– ha pasado de moda. El racista vocifera desde la televisión, frente al micrófono del radio o en la prensa escrita, convencido de su autoridad, aunque se base sólo en su poder, adquisitivo o político.
Ser racista, o clasista, equivale en algunos círculos ilustrados de este país a ser franco, sincero y realista. Se invoca el espectro horrendo de Stalin y Mao, como si uno no supiera que tanto Stalin como Mao eran un par de criminales. Reflexionar sobre las condiciones de vida de la mayoría, de los pobres, en cambio, lo convierte a uno en parte de la masa, entendida como la turbamulta, la horda, el club de los linchadores. Aunque uno cavile a solas y no milite en partido político alguno.
Según estas almas esclarecidas, temerle a la derecha es como tenerle miedo a la Mano Pachona, una aprensión pueril. No importa que en el pasado sexenio se haya demostrado que la derecha sólo sirve, en el caso de las manos, para sostener la cuchara, y eso si uno es diestro, no zurdo.
No me extraña que ciertos sectores de la burguesía mexicana sean abiertamente racistas, aunque me sigue encolerizando, ay de mí, cándida y coyoacanense que soy. Basta hojear una revista de sociedad para darse cuenta de que la beautiful people mexicana carece de educación, gusto y capacidad para redactar. Pero que personas que escriben en revistas y periódicos de cultura, se refocilen repitiendo argumentos de superioridad dignos del ex senador Fernández de Cevallos, un descarado con inexplicable fama de listo, sí que me quita el sueño.
Digamos que si en la misma reunión alguien se pregunta qué hace falta para deponer a un gobernador en este país, siempre habrá quien alce los hombros con gesto de hastío y murmure con fatigado acento: "No es posible, aquí las cosas no se hacen así" y nos mire con desprecio.
La pregunta es lo interesante. No basta atraparlos con las manos en la masa, ni contar con pruebas irrefutables de cochupos, incapacidad para negociar y enfermedad mental. ¿Qué hace falta, pues?
De pronto, este país que todos sabemos es racista, clasista y corrupto se convirtió, sin que algunos distraídos nos percatáramos, en un paraíso legalista en el que las leyes son respetadas. Lo que digan los magistrados es verdad, y quienes dudamos de su veredicto somos una bola de revoltosos. Y resentidos. Y nacos que quién sabe cómo venimos a parar a esta Suiza latinoamericana.
Así, el delirante optimismo del presidente Fox, ese espejo de diplomacia y tino, quien jura por sus botas que todo anda de perlas, estaría justificado. Y la verdad, yo no lo creo. Basta caminar dos cuadras para comprobar que no es cierto.
|