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HUGO GUTIÉRREZ VEGA
UNAMUNO E IBEROAMÉRICA (VI DE XI)
En suma, los americanos criticábamos los defectos de la metrópoli porque eran los mismos que percibíamos vivos y actuantes en nuestras vidas individuales y en la colectividad toda. Así resume don Miguel estas especulaciones por todos conceptos revisables: "Es frecuentísimo en los escritores americanos, ya el que nos culpen de faltas de que con nosotros particpan, ya que tomen por tales las que no lo son ni en ellos ni en nosotros."
Debo reconocer que Unamuno nos asesta una de esas verdades de a puño de las que nadie gusta, cuando habla del carácter imitativo de las literaturas de los países hispanoamericanos en el siglo XIX. Tiene razón, seguíamos los modelos españoles, franceses, ingleses o alemanes, aunque dimos escritores muy respetables. Tal vez convenga recordar que el gran novelista del siglo XIX iberoamericano es un brasileño, Machado de Assis, y detenernos un poco en Lizardi, Bello, Palma, Rodríguez Galván, Sarmiento y Gertrudis Gómez de Avellaneda, pero es indudable que fuimos imitadores –buenos o malos– hasta que Rubén Darío vino a renovar la lengua y puso a danzar a todo el mundo en "esa escuela de baile" (Octavio Paz dixit) que fue el modernismo tan relacionado con los simbolistas franceses, pero, al mismo tiempo, tan bien enraizado en la lengua comunitaria, tan cercano a Berceo, San Juan de la Cruz, Cervantes, Quevedo, Sor Juana y todos los que dieron al castellano su verdadero sonido, su peculiar tensión espiritual y sus formas de entender al mundo y al hombre. A partir de ese momento somos españoles y americanos mucho más comunitarios, y nuestra comunicación e intercambio fluyen de manera más natural y, sobre todo, más igualitaria. Así nos lo dice Machado en el soneto dedicado a Darío y a su mensaje revitalizador de la cultura que compartimos por encima de las diferencias y de esas diversidades que debemos fomentar y defender. Se trata, en fin, de personalidades ricas y distintas viviendo en la casa común de la lengua que nos une.
No simpatizaba Unamuno con el indigenismo a ultranza que es a veces tramposo, demagógico y cargado de ideología. Por eso critica a Olmedo y a su sacralización de los caudillos indígenas que enfrentaron a los conquistadores. En cambio, celebra –y tiene razón– la oda en la que Carducci percibe a Huitzilopochtli, el dios de la guerra de los aztecas, llamando al archiduque Maximiliano, descendiente de Carlos V, para que vaya a México, donde encontrará su martirio. Carducci advierte al próximo emperador de México: "Massimiliano, non te fidare, torna al castello de Miramare, che il trono pútrido di Montezuna é copa gallica piena di spuma... il Te deum laudamos, chi non ricorda: sotto la clámide trovó la corda."
(Continuará)
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