Vlady: utopías y destierros
JAVIER WIMER
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Javier Wimer
Vlady: utopías y destierros
La revolución rusa de 1917 fue el hecho central de la vida y la obra de Vlady. Toda su trayectoria lleva la marca de fuego del iniciado, o la marca de agua, a menudo imperceptible, del simple transmisor de un mensaje. Redujo la historia, el gran teatro del mundo, al gran teatro de la Revolución de Octubre, y se convirtió en actor de un drama ya representado, dejándolo sin patria y sin familia.
Instante (tríptico trotskiano), 1967, colección Museo de Arte Moderno |
Lo recuerdo en muy diversos momentos y situaciones, pero siempre instalado en su camisa de campesino ruso, con el pelo recogido en la nuca, el bigote hirsuto y una bolsa al cinto desbordante de cuadernos, plumones y lápices de trabajo. Siempre preparado para el escorzo o para la palabra rápida, siempre dispuesto a la polémica con cualquiera y sobre cualquier tema.
Cargaba a todos lados la nostalgia de su patria perdida y, por así decirlo, una fotografía en sepia de los principales héroes y villanos de la revolución bolchevique. Su visión de la realidad nacía y se detenía en este tiempo. Alguna vez, ya en plena era de Brejnev, se propuso visitar la Unión Soviética en compañía de su mujer Isabel, en un proyecto que incluía cambio de identidades y compra de pasaportes falsos en París. Le sugerí que renunciara a esta aventura anacrónica y contratara un viaje rutinario con la agencia Inturist, la cual, además, se encargaría de tramitar las visas necesarias.
Vlady era hijo de Victor Serge, nombre de batalla de un famoso escritor y militante comunista, quien legalmente se apellidaba Kibalchich e intentó, en vano, impedir la implantación de la dictadura estalinista. A Vlady le tocó nacer en el turbulento San Petersburgo de 1920 y recorrer el laberíntico destino de sus padres, activistas políticos y, durante algún tiempo, agentes encubiertos del Comintern. Desde niño fue educado en el culto de la revolución proletaria y en la crítica hacia el socialismo de carne y hueso.
En 1933, Victor Serge fue desterrado a Orenburgo en compañía de su hijo Vlady, quien a los trece años ya era un apestado político por el pecado mayor de ser hijo de su padre. Eran los tiempos de los procesos de Moscú y la persecución implacable de los disidentes, de sus familiares, amigos, vecinos y compañeros de escuela o trabajo. Tres años después, en 1936, el gobierno soviético les quitó la nacionalidad a los Kibalchich, permitiéndoles trasladarse a Bruselas.
En el año de 1939 estalla la guerra mundial, y en 1940 los ejércitos alemanes invaden Francia, dividiéndola en una zona ocupada y en una zona llamada libre, bajo el régimen de Vichy. Victor Serge y su hijo escapan a Marsella donde emprenden el viaje de apátridas que los llevaría a Martinica, República Dominicana, Cuba y, finalmente, a México, donde encontraron refugio y se quedaron a vivir para siempre.
Tuvo Vlady tres raíces nacionales: la rusa de su niñez, la francesa de su adolescencia y la mexicana de su vida adulta. Sin embargo, nunca dejó de ser y ostentarse como un pintor ruso, de reclamar su pertenencia a la patria originaria que le había sido arrebatada.
Se puede decir que su infancia rusa fue breve pero intensa en nostalgias patrióticas, debido a la carga intelectual y emotiva que le transmitía Victor Serge, por quien sentía tal grado de admiración que nunca se refería a él como padre sino como personaje histórico. En cambio, casi nunca mencionaba a su madre, Liuba Rusákova, quien perdió la razón cuando Vlady tenía siete años y murió a edad avanzada en una clínica del sur de Francia.
Desde niño se interesó por la política y la pintura. Leyó mucho y visitó, cuantas veces pudo, las grandes salas de LHermitage, primera estación de un circuito donde quedaría atrapado. Dio los primeros pasos en el camino que lo llevaría a convertirse en un pintor revolucionario o, como se decía en la época del existencialismo, en un artista comprometido.
Aunque el destino ambulatorio de Vlady le impidió recibir una enseñanza académica formal, no por ello dejó de tener una sólida e incluso formidable preparación profesional. Para aprender o inventar su oficio disponía de una mirada de águila y una dilatada capacidad de asombro y memoria. Entraba y salía de museos, salas de clase, talleres y tertulias con ánimo de aprender y polemizar.
Un segundo escenario de su vida y aptitud para asimilarse a otra cultura fue su estancia en Bruselas y París, durante el periodo de 1936 a 1940. Ahí adoptó el francés como lengua propia y a la cultura francesa como un modo de pensar. En los ricos museos de Bélgica conoció la pintura de los clásicos flamencos y de maestros modernos como Ensor, Delvaux y Magritte. El año de 1937 se estableció en París relacionándose con medio mundo gracias a su talento y desenvoltura, como también al prestigio y conexiones de Victor Serge.
La inocencia terrorista, 1982,
colección SHCP |
En aquel tiempo, muy a pesar de la inminencia de la guerra y tal vez por la misma excitación que producía tal inminencia, París era todavía una fiesta, un punto de encuentro de las corrientes que renovaron el arte del siglo xx: desde el expresionismo nórdico y el cubismo de Braque y Picasso, hasta el futurismo, el suprematismo y el surrealismo. Conviene subrayar que algunas de estas corrientes no eran puramente estéticas sino ideológicas, pues predicaban la transformación radical de la sociedad. Entre tanta oferta revolucionaria, Vlady se acercó a los anarquistas catalanes, compartió amistad y talleres con algunos artistas vinculados al grupo surrealista como André Masson, Victor Brauner, Óscar Domínguez y Wifredo Lam.
Entonces ya se había consumado la ruptura entre Aragón, estalinista ortodoxo, y André Breton, anarquista libertario, quien se había identificado con las posiciones trotskistas e incluso había viajado a México para entrevistarse con el fundador de la iv Internacional. No es difícil imaginar que el joven refugiado ruso se sintiera entre los suyos y participara de sus sueños y aventuras.
Vlady llegó a México en 1941 donde encontró su tercera raíz nacional. La más duradera, pues abarcó sesenta y cinco años de su vida, y la más deliberadamente elegida. Se propuso conocer a fondo su nuevo país, dedicando parte considerable de su tiempo a recorrerlo y a leer cuanto libro servía para explicarlo. Se puede decir, en suma, que adoptó la nacionalidad sentimental antes que la jurídica.
Al avecindarse en México, Vlady puso en marcha el proceso subjetivo de adaptación a su nuevo país, el necesario aprendizaje para interiorizar su tercera nacionalidad que habría de adquirir legalmente en 1949. Dos años antes, en 1947, se había casado con Isabel Díaz, su compañera de toda la vida; este es también el año de su primera exposición en México y el año de la muerte de su padre.
Su encuentro con el país fue, de todos modos, dramático. Andaba de crisis en crisis, alternando períodos donde procuraba la compañía de colegas y amigos con períodos en que se refugiaba en las soledades de Miacatlán o Zacapo. Recibió entonces la simpatía, solidaridad y protección de algunos republicanos catalanes con quienes compartía los rigores del exilio.
Durante los años cuarenta, México se encontraba en una exaltada etapa de nacionalismo combinada, curiosamente, con una apertura al exterior provocada por la ola de refugiados europeos que huían de las dictaduras fascistas y los campos de concentración. Entre ellos figuraban algunos intelectuales y artistas, quienes dejaron una huella profunda en nuestra cultura, contribuyendo a enfrentar la concentración de arquetipos estéticos implantados por la llamada Escuela Mexicana de Pintura.
Conoció y trató a los mandarines de esa escuela, a Orozco, Rivera, Siqueiros, OGorman, Frida Kahlo, y en su trabajo descubrió soluciones que coincidían con sus propias búsquedas para crear un lenguaje plástico con vigencia popular. Es decir, un arte "al servicio de la revolución", como predicaba el nombre de una famosa revista surrealista.
Pero la admiración manifestada por las figuras mayores de la pintura mexicana no impidió que denunciara las maniobras de la red burocrática floreciente a su sombra. En aquel entonces empezó a relacionarse, y a veces a trabajar, con artistas afines al surrealismo y al trotskismo; entre ellos, personajes que trajo la guerra, como Leonora Carrington, Wolfgang Paalen, Alice Rahon o Remedios Varo.
El joven Vlady se encontraba aquí con el mismo tipo de gente que había dejado allá, y descubrió, además, en el asesinato de Trotski, un tema recurrente en su trabajo. No fue testigo de la tragedia de 1940, pero sí el más obstinado de sus evangelistas.
La trama de intereses y costumbres que tenía por eje la Escuela Mexicana de Pintura irritaba a los artistas independientes, especialmente a quienes ya estaban en contacto o representaban a las corrientes y modas manifestadas en el mundo exterior. Para acabar con el encierro, con la asfixia de un solo aire, Vlady funda en 1952, en compañía de Alberto Gironella, Enrique Echeverría, José Bartolí y Héctor Xavier, la Galería Prisse, núcleo simbólico de la llamada Generación de la Ruptura.
Esta generación, más que grupo, carecía de objetivos estéticos comunes y se había dado por tarea protestar contra un arte uniforme, abrir las puertas a los vientos de las vanguardias internacionales. En el conjunto había representantes de las más variadas tendencias, pero predominaban las que, por comodidad crítica, agrupamos bajo el nombre de Nueva Figuración. Los artistas de la Ruptura exaltaron la diversidad e impulsaron el tránsito del realismo tradicional a formas de expresión más libres y modernas.
Entre 1949, año de su primera exposición en México, y los dos decenios siguientes, Vlady cambia, evoluciona y madura, pero siempre en la línea de inventar una pintura narrativa y alegórica, donde se encuentren la realidad y el sueño, donde el mensaje sea vivencia y no mero cartel de propaganda. Durante este periodo trabajó y aprendió mucho. Realizó viajes de estudio a Europa y Nueva York, hasta incorporar a sus lienzos monumentales la experiencia de los grandes maestros clásicos y de los grandes maestros del abstraccionismo y del surrealismo.
Con este bagaje llega, en 1967, a pintar la Magiografía bolchevique, una especie de introducción a la obra de formato heroico que dedicó al tema de las revoluciones en la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada. Estos murales, que cubren una superficie de dos mil metros cuadrados, fueron pintados por Vlady durante un continuo y frenético decenio de trabajo. En ellos despliega el artista la riqueza de su fantasía y exhibe el alto grado de su destreza técnica.
En su laboriosa madurez llegó a dominar todas o casi todas las especialidades de su oficio, lo mismo el dibujo, la litografía y el grabado en cobre, que el óleo y la difícil pintura al fresco. Tenía compulsión por atrapar la realidad inmediata, visitaba los cuadros célebres para conocer los secretos de otras miradas. Disponía, para hacerlo, de una mano de virtuoso y un ánimo de adolescente.
La obra de Vlady está dominada por la política, pero también ocupan un lugar destacado el retrato psicológico y el erotismo. En sus retratos se dan cita las mejores manifestaciones del arte tradicional; se produce el doble milagro de un rostro que revela la personalidad, el carácter y el estado de ánimo del modelo, también de un cuadro que deja entrever las nobles raíces de su factura.
Una variante del género es el autorretrato donde Vlady alcanza verdadera excelencia. Su colección de autorretratos sorprende por el gran número de piezas y por el registro sutil de minúsculos cambios en el gesto, en la mirada y en la fisonomía del modelo.
Los dibujos y grabados eróticos se distinguen por su vigor e intensidad pero, al mismo tiempo, por un pudor y una lejanía que procede, me parece, de que la atención del artista se concentra no tanto en los juegos de la pareja, sino en el placer escenográfico de combinar planos, volúmenes, luces y sombras. La primera exposición de estos dibujos me confirmó la existencia de una veta puritana que los libra de la obscenidad. Vlady no asistió a su inauguración debido, me dijo, a que le avergonzaba verse a sí mismo haciendo el amor.
No ocultaba sus influencias sino, antes bien, las exhibía. Se aproximaba a las obras maestras con la intención de exaltarlas y saquearlas. Hacia espléndidas copias de sus cuadros favoritos, digamos de Tintoretto o de Fuseli, y exploraba, con cuidado, los secretos de su estructura material y formal.
No utilizaba colorantes industriales, fabricaba los suyos con conocimiento de sus propiedades, origen y modo de empleo. Disfrutaba mezclando tierras y leyendo libros de historia y química.
Era un dibujante con capacidad ilimitada para reproducir todo lo que veía o imaginaba. Usaba el lápiz, la pluma o el buril como si fueran parte de su cuerpo, y manejaba el color de manera exigente y precisa.
En su pintura confluyen el rigor de la disciplina académica con la libertad conceptual del surrealismo. Durante su etapa formativa incursionó en varias corrientes de vanguardia que enriquecieron su capacidad expresiva, sin desviarlo de su objetivo principal, de esa especie de teología laica que consistió en asociar el mundo de la historia con el mundo del más allá.
Su obra consta de miles de piezas y aborda los temas que pueden interesar al pintor y al revolucionario empeñado en traducir a imágenes su interpretación de la realidad. En este caso, la lucha de los pueblos por renovar la historia, las revoluciones perdidas y la esperanza de su resurrección.
A pesar de su cercanía con distintos grupos de izquierda y de su culto a ciertos caudillos populares, Vlady no militó formalmente, que yo sepa, en ningún partido político. Era demasiado individualista y caprichoso para someterse a disciplinas jerárquicas. Resulta más fácil identificarlo como un rebelde, en el estilo de Sashka Yegulev, el famoso personaje de Andreiev, cuya condición de forajido, de hombre sin ley, determinaba el espacio de su libertad.
Tampoco formó parte de escuelas de pintura ni intentó rodearse de discípulos que propagaran su gloria. Se limitó, simplemente, a seguir el impulso de sus ideas y obsesiones, a expresarlas en el lenguaje de sus metáforas visuales.
Sus últimos años son de nostalgias, rescates y precisiones. En 2003 expone en Orenburgo, donde compartió el forzado exilio de su padre; en 2005 expone en Moscú, ámbito predilecto de sus fantasías políticas. Volvía a esa patria mitológica que apenas había conocido, pero que regía toda la estrategia de su imaginario.
Con estos viajes cerró el círculo de su errancia, y en sus cuentas finales no hubo equívocos ni ambigüedades. Se despidió simbólicamente de Rusia; al pueblo mexicano le dejó, en herencia, la obra acumulada en largos años de trabajo. De una obra que, en su diversidad, muestra la coherencia de un artista que encontró nuevas formas de expresar su idea del hombre.
Por eso, ahora que Vlady entró en el dominio de la muerte, lo puedo imaginar escribiendo proclamas para corregir el curso de la historia, y pintando máquinas de guerra para el arsenal de la revolución permanente.
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