Carlos Monsiváis y la poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Columnas:
Y Ahora Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA
La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO
Tetraedro JORGE MOCH
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Juan Domingo Argüelles
Carlos Monsiváis y la poesía
El ejercicio de la memoria se asocia indiscutiblemente con la poesía, ha dicho Carlos Monsiváis (Ciudad de México, 1938) con entero conocimiento de las virtudes mnemotécnicas que, desde tiempos remotos, se han atribuido al lenguaje poético que también es ritmo, concentración de significados, belleza decantada y triunfo de la inteligencia y la sensibilidad.
Siguiendo a Alfonso Reyes, el autor de Entrada libre advierte que quien no memoriza la poesía es casi imposible que llegue a gustarla profundamente, pues en su esencia el poema apela al don de la memoria. Para Monsiváis, los poetas son "los más formidables ordenadores de la experiencia cotidiana", pues gracias a ellos y al lenguaje decantado del poema, en cualquier momento, un verso vuelve a la memoria y aclara o ilumina una experiencia, o bien vuelve más dolorosa y por supuesto más profunda una determinada situación.
Monsiváis ha confesado que la memorización, con Rubén Darío como deslumbrante guía, fue la puerta por la que entró al universo poético, fascinado, maravillado, instalado en la alucinación del lenguaje, en el espectáculo magnífico de la palabra, como cuando leyó, para ya no olvidarlos jamás, estos versos de la "Marcha triunfal":
¡Ya viene el cortejo!
¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines.
La espada se anuncia con vivo reflejo;
ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.
O como cuando se recreó con la música y las armonías todas de "Del trópico", que hoy, más de medio siglo después, siguen intactas en su memoria y en su sensibilidad:
¡Qué alegre y fresca la mañanita!
Me agarra el aire por la nariz;
los perros ladran, un chico grita
y una muchacha gorda y bonita,
junto a una piedra, muele maíz.
Un mozo trae por un sendero
sus herramientas y su morral;
otro, con caites y sin sombrero,
busca una vaca con su ternero
para ordeñarla junto al corral.
Pero antes, ya Homero y la Ilíada con su arranque inolvidable ("Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles..."), lo sacudieron tremendamente, lo conmovieron y lo entusiasmaron a grado tal de saber que la poesía es algo que cambia la manera de enfrentar los eventos cotidianos y que modifica radicalmente la existencia.
Poco más tarde lo sabría, ya sin ninguna vacilación, gracias a Pablo Neruda y López Velarde, a través, por ejemplo, del "Nuevo canto de amor a Stalingrado" y de La sangre devota y La suave Patria. Con la poesía de Carlos Pellicer, Salvador Novo, Amado Nervo, José Juan Tablada, Octavio Paz, etcétera, y regresando una y otra vez a López Velarde, Monsiváis reafirmó aquella certeza de modo concluyente. "La poesía concluyó entonces– me enriquece la intensidad de lo que vivo."
En febrero de 1989, tuve el honor de entrevistarlo extensamente, y tuve también la ingenua osadía de preguntarle: "¿Nunca has escrito poesía?", a lo que él con generosa tolerancia y con suma modestia respondió: "Intenté la poesía de adolescente, y en un momento de suprema lucidez (uno de los raros momentos en que la lucidez me poseyó por completo y vi con claridad mi rumbo y mi destino y sentí el aletazo de la suprema sabiduría), abandoné cualquier pretensión al respecto. No tenía que ver con la poesía. Ahora, soy un amante fervoroso de ella, y por sistema traduzco y creo que como traductor soy decoroso, pero como poeta hubiera vivido ocultando los libros. Entonces, prefiero reconocer esa ignorancia de las musas respecto de mi persona, y ser un buen frecuentador de la poesía, nada más."
Pese a esta declaración que, al parecer, nos cancela toda expectativa del Monsiváis poeta, como lectores desearíamos que el autor de Días de guardar haya venido ocultando algunas páginas si no con poemas de amor sí con sátiras y parodias, y que algún día se atreva a hacerlo salir de la clandestinidad.
La lucidez para leer en la poesía, su rigor para valorarla y su generosidad crítica para antologarla, son algunas de las deudas impagables que México tiene con el autor del Nuevo catecismo para indios remisos, quien en 1966 llevó a cabo la antología La poesía mexicana del siglo XX , una de las empresas más recordadas y celebradas en la historia de las letras nacionales del siglo pasado; una antología que es aún vigente aunque el paisaje intelectual y sentimental de México se haya modificado en los últimos cuarenta años.
En octubre de 1966, el Carlos Monsiváis que ponía término a su autobiografía precoz diciendo "tengo veintiocho años y no conozco Europa" –y del cual afirmaba su editor que tenía en preparación una novela, una biografía de Salvador Novo y una historia del cine mexicano–, había debutado ya en las letras con La poesía mexicana del siglo XX (Empresas Editoriales, 1966), anterior en unos meses a la célebre Poesía en movimiento, de Octavio Paz, también publicada en 1966.
En una carta enviada el 18 de agosto de ese año, desde Nueva Delhi, a Arnaldo Orfila Reynal, director de Siglo XXI Editores, Paz expresaba con gran entusiasmo: "Acabo de recibir la antología de Monsiváis. Después de aquel ensayo de Cuesta, El clasicismo mexicano, no había leído nada mejor sobre poesía mexicana moderna. Un estudio de primer orden. Agudo, enterado, bien escrito... Su antología es muy completa y, al mismo tiempo, exigente."
A tal grado entusiasmó a Paz La poesía mexicana del siglo XX que sugirió a Alí Chumacero, Homero Aridjis y José Emilio Pacheco (sus co-antólogos en Poesía en movimiento) que fuese incluida la siguiente nota, a manera de advertencia, en la obra selectiva que tenían en proceso: "La presente selección [es decir Poesía en movimiento] no es, ni quiere ser, una antología... La reciente aparición de La poesía mexicana del siglo XX de Carlos Monsiváis cumple con creces este propósito. En sus páginas el lector interesado puede encontrar una penetrante historia crítica de nuestra poesía moderna y una selección, a un tiempo amplia y rigurosa, de sus tendencias y nombres representativos."
Al final, ante las reticencias de Orfila, esta nota no se incluyó, pues, con celo editorial, el director de Siglo XXI veía en esas líneas una suerte de celebración a la competencia.
Octavio Paz era ya desde entonces un autor consagrado, con una obra de repercusión nacional e internacional y con más de cincuenta años de edad, frente a los veintiocho de Monsiváis, y sin embargo la lectura de La poesía mexicana del siglo XX tuvo la virtud de entregarle algunas revelaciones, como lo reconoce en esa misma carta a Orfila Reynal. Le dice: "La lectura de la antología de Monsiváis me lleva a proponer que se incluya también en el Grupo ii a Jorge Hernández Campos. No lo conocía. Me parece muy bueno. Podrían incluirse por lo menos dos poemas: Tú eres piedra y El Presidente."
Y en una carta posterior, dos días después, ante el temor de que Alí Chumacero y José Emilio Pacheco hicieran más amplia la selección de Poesía en movimiento, como ya le habían propuesto, Paz externa sus reservas a Orfila en el siguiente tenor: "Le diré con toda franqueza lo que pienso: después del libro de Carlos Monsiváis, la antología que ustedes quieren publicar no tiene la menor posibilidad de éxito. Será simplemente una repetición, con pequeñísimas variaciones y sin el principal atractivo del libro de Monsiváis: su estudio crítico sobre la evolución de la poesía mexicana en lo que va del siglo. Ésta es la razón última y definitiva que me hace pedirles, una vez más, que acepten de verdad el criterio de la aventura o mutación. Es el único que justifica la aparición de una nueva antología."
El 22 de septiembre de ese mismo año, en otra carta, Paz insistía: "Con esta carta le envío el nuevo prólogo... He terminado mi trabajo. El libro podrá salir pronto si Alí y Pacheco aceptan mis proposiciones relativas a ciertas selecciones de poemas... Ojalá que José Emilio haya recogido algunas de mis observaciones acerca de las notas, tales como reducir las largas a la extensión convenida de una página y las leves modificaciones que sugiero a las de Aridjis, Montes de Oca, Pellicer y Tablada. No deje de enviarme un ejemplar por aéreo del libro. Gracias de antemano. También recortes de prensa. Temo que el libro, después del de Monsiváis, pase desapercibido..."
A lo largo de los años, y desde entonces, a pesar de diferencias y desacuerdos, Octavio Paz siempre apreciaría la labor y la obra de Carlos Monsiváis, de quien en 1991, en el prólogo del tomo cuarto de sus Obras completas, afirmó: "Otro centro de atracción y repulsión ha sido Carlos Monsiváis. Ejerce la crítica como una higiene moral y también como un combate; por fortuna, a veces él mismo se convierte en un campo de batalla: entonces pelean en su interior sus ideas y sus prejuicios, la fidelidad a su partido y su amor a la literatura."
Tampoco se equivocó Emmanuel Carballo, uno de los animadores de esta obra que emprendió Monsiváis, cuando en el prólogo a la autobiografía del joven escritor afirmó: "Por fin, a mediados de este año [1966], Carlos dio a las prensas su primera obra crítica, y los resultados favorables no se han hecho esperar. Desde 1928 en que aparece la Antología de la poesía mexicana moderna firmada por Jorge Cuesta y que expresa los puntos de vista de los Contemporáneos, no se había publicado en México una selección de poemas tan rigurosa y brillante como La poesía mexicana del siglo XX , de Monsiváis. Se trata de una obra que no pretende quedar bien con Dios y con el diablo, con las preferencias muy personales del antólogo y los juicios de valor que por establecidos se han vuelto lugar común. A partir del prólogo, Monsiváis da a entender claramente que su único criterio es el estético y que su actitud es inflexible: es decir, que prefiere arriesgarse antes que cometer la deslealtad de aceptar sin discutirlas las preferencias ajenas."
Añade Carballo que "si se compara con obras similares, La poesía mexicana del siglo XX se distingue por estas características: responde a una nueva toma de conciencia, la de los años sesenta, de lo que es entre nosotros el fenómeno poético; distante en el tiempo de ciertos periodos vociferantes y de ciertos autores venerados o deturpados con idéntica vehemencia, puede enjuiciar sin fanatismo, absolver sin remordimiento y disminuir sin complacencia. Equidistante de cualquier actitud sectaria, a favor del arte comprometido o en contra de la expresión lúdica, sitúa poetas y poemas con objetividad y depurado gusto estético."
Cronista y biógrafo de Amado Nervo, Salvador Novo y Octavio Paz; crítico puntual y lúcido lector de la obra de Ramón López Velarde, Alfredo R. Placencia y Francisco González León; penetrante estudioso de la marginalidad literaria y poética de Renato Leduc, ese glorificador de la intrascendencia en los altares de la Santísima Trivialidad; gozoso crítico de la gran poesía de Luis Cernuda; observador entusiasta y estudioso de la popularidad poética de Jaime Sabines, Carlos Monsiváis está más cerca de la poesía de lo que a veces, por modestia, ha querido hacernos creer.
Pocas lecturas tan sagaces como la suya a propósito de las herejías sensuales y sexuales de Ramón López Velarde, el más feliz y blasfemo pecador que ha tenido la poesía católica de México, característica de la que no se han enterado ni siquiera hoy muchos católicos por falta de afición lectora.
Por lo demás, no cualquiera emprende una antología de la poesía mexicana y sale tan magníficamente librado si no es porque conoce a la perfección la obra que antologa y la que deja de antologar, en un trabajo no sólo de afinidades electivas, sino también de reconocimiento de la diversidad y la divergencia.
Monsiváis ha leído y releído, también, con deleite y con mirada crítica, a Salvador Díaz Mirón, Manuel José Othón, Manuel Acuña, Juan de Dios Peza, Antonio Plaza, Efrén Rebolledo, Guillermo Aguirre y Fierro, Manuel Gutiérrez Nájera, José Juan Tablada, Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, José Gorostiza, Gilberto Owen, Efraín Huerta, Rosario Castellanos, Rubén Bonifaz Nuño, Jaime García Terrés, Eduardo Lizalde, Hugo Gutiérrez Vega, etcétera, y conoce muy bien la producción lírica de las nuevas generaciones, desde David Huerta y Ricardo Yáñez hasta Ricardo Castillo y Luis Miguel Aguilar.
Sus lecturas en la poesía son un acercamiento incisivo que revela hallazgos y profundiza en el conocimiento de lo inasible, de lo inaprensible del lenguaje lírico. Sabe perfectamente que la poesía no trata de lenguaje sino de la vida, y en su lectura crítica y emotiva se afana en encontrar esa parte de la vida que nos entrega el poema como descarga eléctrica de la sensibilidad y la inteligencia.
En su autobiografía precoz, el joven Monsiváis recrea la ocasión en que el poeta Enrique González Martínez visita su escuela secundaria e inaugura la biblioteca que, a manera de homenaje, ha sido bautizada con el nombre de El hombre del búho. Lo que más recuerda de ese suceso es a Enrique Lizalde declamando "Tuércele el cuello al cisne" y el hecho de que la ignorancia poética de las autoridades educativas hayan dicho en la presentación de González Martínez que éste era "el gran poeta de La suave Patria".
En esas páginas juveniles, Monsiváis rinde dos tributos que reivindicará con el tiempo. "De Carlos Pellicer –dice– me atrae el genio poético, la vitalidad de los sentidos y su capacidad viajera que a mí, antimarcopolo, me sigue provocando espasmos de envidia." El otro tributo poético es a Octavio Paz de quien afirma que es sin duda la influencia profunda, transformadora de las nuevas generaciones literarias, y enfatiza: "En su poesía aprendimos, entre otras cosas, a ver por fin asimilado a un país que antes había cumplido simplemente funciones de cobertura, escenografía, decorado."
Pero si a un poeta ha estudiado y disfrutado profundamente Carlos Monsiváis, ese poeta es Ramón López Velarde. En el espléndido estudio de su antología poética del siglo XX afirma que "con él se consuma significativamente la agonía de algo que podría denominarse el siglo XIX mexicano, cuyo sentimentalismo se ve expresado en formas que al serle hostiles o ajenas lo desconocen y niegan."
En esas páginas preliminares de la magnífica antología por él preparada, como punto de vista crítico y como propuesta fascinada de lectura, anticipa los juicios, referencias y tributos que persistentemente aparecerán a lo largo de su obra. Incluso en sus crónicas y en sus ensayos, Monsiváis juega y parodia con el lenguaje lírico, hace suya la poesía para trasladarla a un lenguaje común que es el mejor modo que tiene un lector de apropiarse de la esencia poética.
En López Velarde, Monsiváis encuentra una teología popular donde el pecado es el otro nombre que se le puede dar a la sensualidad. Halla también que el autor de Zozobra vierte sus devociones y sus obsesiones en un universo vivificado más que momificado, como comúnmente lo presenta la utopía evocativa de la historia oficial.
"Como obra poética y como fenómeno cultural –explica–, López Velarde es definitivo. No sólo amplía y vigoriza una literatura. También le permite a una colectividad contemplarse idealizadamente –aun sin haberla leído, gracias a la natural comunicación social de las grandes obra– en una poesía que funde impresiones o nociones consideradas antagónicas... López Velarde vuelve tradición cultural la vida de provincia y, por tanto, en vez de declararla utopía, como se ha dicho, la instala irremisiblemente en el pasado, mito no de la realidad sino de la estética."
En López Velarde el autor de Amor perdido encuentra el furor de gozar y de creer, todo lo cual es vertido en un ensayo espléndido que así se titula y en el cual afirma que "en López Velarde es obsesión casi omnímoda la identidad entre el culto religioso y la pasión sensual. O mejor, en la poesía de López Velarde es muy profunda la unidad entre la contemplación mística de lo sexual, y la sexualización del mundo de las alegorías y los símbolos religiosos."
Advierte que el autor de La sangre devota se ampara en la fe, no como una coartada sino como un espacio de incorporación, y desde dicho espacio usa de modo reiterado la técnica de veneración de lo mundano con el lenguaje devoto, que en otros sería blasfemia: "condensa la tradición en imágenes verbales y visuales, sostenidas por una profesión de fe".
A Carlos Monsiváis debemos una de las interpretaciones más fieles y lúcidas del sentido poético lopezvelardeano: "trasladar el idioma litúrgico a la vida cotidiana; explorar las interminables relaciones entre el pecado fragmentario y la gracia totalizadora; mostrar la vida sexual como un sacramento inesperado; extirpar el lugar común a base de una adjetivación inesperada y un estilo equivalente al despliegue del rito católico; triunfar sobre el pecador que es uno mismo a través de la belleza orgiástica, puesto que el ideal de castidad es inaccesible; reconciliar los extremos mediante la moral de la simetría".
Vindicador del López Velarde vanguardista, Monsiváis encuentra que el autor de El son del corazón no sólo es el poeta mexicano más nacional por todo cuanto remite su obra al pasado y al mito fundacional, sino porque también es uno de los más injustamente desconocidos en el mundo de habla hispana. Si bien su carácter nacional "significa la presunción ideológica de que una obra poética concentra la esencia de la comunidad", y que además La suave Patria "estimuló la cauda de incensarios cívicos" (a pesar de las lecturas inteligentes de Villaurrutia y Paz), la condición nacional de López Velarde resulta muy cómoda para muchos que desean ahorrarse la interpretación crítica; esa interpretación crítica en la que Monsiváis ha sentado magisterio y que ha conseguido que leamos con mayor provecho a este complejísimo y a la vez directo poeta mexicano.
En su libro biográfico, Salvador Novo: Lo marginal en el centro (México, Era, 2000), Monsiváis señala que quienes inauguran la poesía moderna en México son José Juan Tablada, Ramón López Velarde y Carlos Pellicer, y que a las contribuciones de éstos se suma la de Novo, no menos moderna pero en su tiempo un tanto relegada a fuerza de no ser tomada en serio.
En su escritura, cada título y cada subtítulo de los libros y los textos de Monsiváis son guiños constantes de sus lecturas, de la asimilación de la cultura popular, pero muy especialmente de la cultura poética que en su caso es vasta y expansiva, y que va del bolero al tango, del soneto al verso libre, de la lírica a la épica, en constante parodia del lugar común y en constante celebración al hallazgo singular del lenguaje esencial que es la poesía.
Y si de poesía popular se trata, no olvidemos que a Monsiváis se debe una disfrutable selección de 56 boleros (Madrid, 1999), que van de "Amar y vivir" a "Vete de mí", pasando por "Amor perdido", "Bésame mucho", "Dos gardenias", "Inolvidable", "Lágrimas negras", "Noche de ronda" y "Perfidia"; es decir, de Consuelo Velázquez, a Pedro Flores, Miguel Matamoros, Agustín Lara y un gran etcétera. No en vano uno de sus libros lleva por título Amor perdido.
Estos guiños cultos de Monsiváis van de Whitman a Darío, de Neruda y Vallejo a Manuel Acuña, de Gutiérrez Nájera a Sabines, de Leduc a Paz, en un juego interminable de correspondencias, asonancias y consonancias donde lo referencial de la poesía no sólo es el lenguaje y el ritmo, sino también la lucha por los significados. La cultura poética de Monsiváis es también un juego de provocaciones para el lector que puede ser seducido en cualquier momento por una frase feliz, por el verso afortunado puesto ahí como si nada, para que la poesía deje de ser resonancia exclusiva de grupos minoritarios en medio de las abrumadoras minorías que leen preferentemente prosa y preferentemente novelas.
Para Monsiváis, la referencia poética es una suerte de magisterio de la educación cultural. En una entrevista de 1986 se lo dijo a Cristina Pacheco: "La lectura de poesía es una especialización restringida a grupos minoritarios en todo el mundo... La prosa es el vehículo de la nueva relación de fuerzas entre las antiguas metrópolis y las antiguas colonias."
Casi una década antes, en 1978, al preguntarle Margarita García Flores por sus libros formativos, comienza por citar algunos títulos de narrativa y ensayo, pero en seguida agrega: "El problema de una lista de preferencias literarias es su carácter infinito y la compulsión de catálogo a que te induce. Luego, falta agregar a los poetas predilectos, en mi caso muchísimos: Neruda, Kavafis, Lorca, Vallejo, Quevedo, Whitman, Góngora, Borges, Lezama Lima, Ginsberg, López Velarde, Novo, Pellicer, Villaurrutia, Sabines, Verlaine, Rimbaud, Cernuda, Lowell, Gil de Biedma. Conste que ni jerarquizo ni creo posible la jerarquización, porque ante la poesía prescindo de cualquier pose de crítico y me dedico a usarla compulsivamente para mis friqueos y mis depresiones y mis entusiasmos. En este sentido, nadie me ayuda tanto como Kavafis para reconstruir mis nostalgias eróticas o sentimentales, ni nadie tanto como Góngora, Borges o Pellicer para apantallarme ante la brillantez de la lengua, ni nadie tanto como Quevedo o Novo para entender la maledicencia como una de las bellas artes."
A decir de Monsiváis, en los poetas reconoce su genio para hacer del lenguaje una profecía en sí misma "y convertir la memorización puntual de sus textos en vislumbramiento que modifica la percepción social y espiritual". Más aún: "Los poetas, al ampliar el lenguaje, amplían considerablemente la visión del mundo de sus lectores y discípulos (cada uno de los grandes poemas del canon instantáneo de la época equivale a un magisterio). Y esta resurrección o recreación del lenguaje es sueño compulsivo de un porvenir desbordante en sensaciones a la altura de los poemas."
Por ello, "al ensancharse el ámbito de la sensibilidad, se impulsa hasta el paroxismo la experiencia de la vida como agudización de los sentidos".
Dedicados parcial pero también esencialmente a la poesía, Monsiváis ha publicado los libros biográficos o de crónica biográfica Adonde yo soy tú somos nosotros (2000), sobre Octavio Paz; Lo marginal en el centro (2000), sobre Salvador Novo, y Yo te bendigo, vida (2002), sobre Amado Nervo.
En su libro, Aires de familia: Cultura y sociedad en América Latina (2000), con el cual mereció en España el XXVIII Premio Anagrama de Ensayo, Monsiváis dedica varias páginas del ensayo "Ínclitas razas ubérrimas" (Darío, por supuesto), a la reflexión y celebración en torno de la poesía y los mitos de la cultura iberoamericana que se esencializan en la poesía.
En el último capítulo de la Historia general de México (1976), que coordinó don Daniel Cosío Villegas, el autor de Los rituales del caos dedica todo un apartado a la poesía en su excelente estudio que con modestia tituló "Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX ". Otro ensayo suyo, agudo y esclarecedor, sobre la poesía de López Velarde, forma parte del libro Minutos velardianos (1988), coordinado por Elisa García Barragán e injustamente plagado de erratas, tantas que podría decirse que es un libro de erratas con algunos párrafos inexplicablemente limpios.
Súmese a éstos los ensayos, artículos y prólogos que ha escrito a los libros, antologías y obras poéticas reunidas de autores como Luis Cernuda, Jaime Sabines, Renato Leduc, Hugo Gutiérrez Vega, etcétera.
Lo más parecido a un poema que ha escrito Monsiváis es el "Informe confidencial sobre la posibilidad de un mínimo equivalente mexicano del poema Howl (El aullido) de Allen Ginsberg", incluido en las páginas de su primer libro de crónicas, Días de guardar (1970). Pero Carlos Monsiváis no ha pretendido nunca ser un poeta, sino un gozador, un recreador y un divulgador de poemas. Reivindicando a Borges, él podría decir en su mejor y más fidedigno estilo paródico: "Que otros se jacten de las páginas de poesía que han escrito;/ a mí me enorgullecen las que he leído."
|