o hay tal paz y ni siquiera se está cerca de ella. El conflicto entre Israel y Palestina no empezó hace tres mil años, como lo dijo Donald Trump con su acostumbrada mezcla de ignorancia y egolatría, pero tampoco inició el 7 de octubre de 2023, como lo han afirmado los medios occidentales con machacona insistencia. En realidad, la violencia en la zona se remonta a los años de 1946-1948, cuando comenzó la expulsión de los habitantes árabes del territorio de Palestina para erigir allí un Estado artificial e intruso: Israel.
Hasta entonces, los judíos palestinos poseían 7 por ciento de las tierras, pero una resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas les otorgó 55 por ciento del territorio para que fundaran un país y lo poblaran con inmigrantes procedentes de todo el mundo, pero principalmente de Europa y de diversos países islámicos. Árabes y judíos se organizaron en fuerzas irregulares y empezaron a matarse unos a otros. Los primeros llevaron la peor parte: la colonización fue acompañada de un proceso de sistemática limpieza étnica, destrucción de pueblos árabes y suplantación de la toponimia en toda Palestina. Se expulsó a poblaciones de unas 400 localidades, las cuales fueron destruidas, y sobre sus ruinas se construyeron nuevos asentamientos hebreos. A partir de allí quedó servida la mesa del conflicto que persiste hasta nuestro días.
El respaldo militar beligerante y sostenido de las potencias europeas y de EU a Israel contrastó con la falta de cohesión del bando árabe –en el que diversas naciones apenas comenzaban a construirse como estados independientes– y su incapacidad para coordinarse en las diversas guerras formales que se libraron en la segunda mitad del siglo XX dejaron a los palestinos en una situación de extrema debilidad frente a sus rivales, los cuales nunca escondieron la intención de apoderarse de la totalidad de la Palestina histórica y, si fuera posible, de territorios adicionales en los países vecinos.
Se conformó así un sistema gemelo de la Sudáfrica racista, estructurado con base en lógicas racistas y supremacistas. La franja de Gaza y Cisjordania se poblaron principalmente con expulsados de otras regiones palestinas, y una parte importante de la población original fue expulsada hacia Líbano, Jordania, Siria, Egipto e Irak. Actualmente, sólo 20 por ciento de la población israelí está conformada por palestinos, los cuales padecen, en los hechos, un régimen de segregación y discriminación.
Durante 70 años, la persecución, las incursiones militares, los secuestros y cautiverios prolongados, el despojo territorial, inmobiliario, hídrico y agrícola, la destrucción de hogares, centros de salud, escuelas, templos y espacios culturales, el asesinato, la tortura y la humillación han marcado la vida de los habitantes palestinos de Cisjordania, Gaza y la Jerusalén oriental, e incluso la de los que poseen esa ciudadanía israelí de segunda clase. Por lo demás, el régimen de Tel Aviv ha obstaculizado sistemáticamente la consolidación de una institucionalidad palestina laica y moderada y, por el contrario, ha alentado de diversas formas la conformación de facciones islamistas radicales, como ese el caso de Hamas. En tales circunstancias, no es de extrañar que éstas hayan adquirido una base social emanada de la desesperación y de la voluntad de persistir como nación. Tampoco cabe llamarse a sorpresa por la hostilidad con la que combatientes palestinos incursionaron el 7 de octubre de 2023 en poblados del sur de Israel. No, en esa fecha no empezó la guerra.
Desde luego, la paz no comenzó, como lo pretende el narcisismo trumpiano, a principios de este mes, en una ceremonia hueca en la localidad egipcia de Sharm el Sheij, que se caracterizó por la estruendosa ausencia de las partes israelí y palestina. Los gobernantes de distintos países que se dieron cita allí para masajearle el ego al presidente estadunidense saben perfectamente que se trata de una paz de saliva, y así lo han evidenciado los sucesos posteriores: en los días transcurridos desde esa mascarada, el régimen de Tel Aviv no ha dejado de asesinar a palestinos, ha seguido impidiendo el ingreso a Gaza de ayuda humanitaria –como la procedente de Turquía– y a últimas horas ha ampliado su hostilidad bélica a Líbano. En cuanto a Trump, ya está amenazando con asesinar más palestinos si su “paz” no transcurre como él quiere.
No, no habrá paz en tanto persista la insoportable opresión de los palestinos por parte de un régimen militarista, expansionista y racista, ni podrá haberla en tanto la comunidad internacional no imponga un proceso de impartición de justicia por la destrucción generalizada de Gaza y el asesinato masivo de sus habitantes. La paz verdadera –no la pax romana impuesta en Numancia y en Cartago, o la resultante de la destrucción total del gueto de Varsovia por los nazis– sólo puede ser fruto de la justicia, no de un capricho ególatra.