Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Historias del país portátil
ESTHER ANDRADI entrevista con VÍCTOR MONTOYA
La función ha terminado
LETICIA MARTÍNEZ GALLEGOS
Poemas
NUNO JÚDICE
Las nubes, Paz, Sartre y Savater
FEBRONIO ZATARAIN
Estados Unidos, los afroamericanos y la montaña racial
EDUARDO ESPINA
Ricardo Martínez In memoriam
JUAN GABRIEL PUGA
Leer
Columnas:
Fait Divers
ALFREDO FRESSIA
Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA
Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
Corporal
MANUEL STEPHENS
El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ
Cabezalcubo
JORGE MOCH
Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO
Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Ricardo Martínez In memoriam
Foto: Alejandro Martínez |
Juan Gabriel Puga
Ricardo Martínez de Hoyos, nació en 1918 en Ciudad de México, conoció de cerca las vanguardias americanas y europeas, estudió la obra de Robert Motherwell, William Baziotes, Jackson Pollock, Arshille Gorky, Franz Kline y principalmente a los artistas latinoamericanos. Expuso por primera vez en la galería The Contemporaries, en Nueva York, de 1959 a 1961. Participó en las bienales de Sao Paulo, Brasil y Venecia, Italia. Realizó dos exposiciones en el Museo de Arte Moderno de Ciudad de México, en 1969 y en 1974. Una de sus últimas exposiciones, llamada Obra reciente 1975-1984, tuvo lugar en el Palacio de Bellas Artes.
A Ricardo Martínez le debo el haberme trazado, hace muchísimos años, la meta de ser pintor. Ningún otro artista despertó en mí esa inquietud, ese anhelo por plasmar mis sentimientos sobre una tela, y por experimentar el disfrute del color, la luz y la forma. La cercanía con Ricardo Martínez me brindó la oportunidad única de aproximarme a la pintura y de vivirla casi como un privilegio personal, pues tenía la oportunidad de frecuentar su casa y su estudio gracias a la amistad con su hijo Alejandro. Fue por ello que pude atestiguar la lucha diaria que entablaba con sus lienzos, cómo superaba cada día su experiencia anterior, cómo lograba ese encuentro con la luz y daba sentido a su trabajo y a sus impecables y finos trazos. Innumerables veces atravesé por ese estudio del que emanaban olores a pintura, aguarrás y aceite, y observé aquellas paletas repletas de pigmento seco, pinceles exhaustos y el cuadro en turno, en proceso de elaboración, que a menudo era un lienzo con figuras toscamente esbozadas y, un día después, una imagen radiante de luz y de colores desconocidos, o a veces un cambio radical de dirección, una batalla ganada contra el tiempo, un nuevo logro y su consiguiente disfrute, que se traducía en su habitual aunque renovado espíritu de comunicación y humor del cual nos hacía partícipes. Muchas veces me acerqué al artista y le formulé preguntas con la esperanza de comprender la situación personal por la que atraviesan los que aspiran a ser pintores. Su invariable respuesta era que el pintor tenía que pintar, tenía que meterse al taller, trabajar y trabajar. Que no había fórmulas ni atajos que allanen o acorten el trabajo de un artista, que el talento no es más que la voluntad inquebrantable de lograr ser lo que uno quiere ser, que la fuerza propia de la juventud, ese impulso muscular hacia la creación, pronto se agota, y si no hay un elemento de cultura y conocimiento detrás de ello, todo esfuerzo es en vano. Qué difícil me parecía y me parece aún reunir esas condiciones. Ricardo Martínez, un gran pintor y un hombre particularmente culto e instruido, era elocuente en sus respuestas y avasallador en sus conceptos. Su opinión estaba impregnada de un profundo conocimiento del momento histórico y cultural que atravesaba. Entendí que la llamada ruptura no era desestimar lo logrado hasta entonces por los muralistas Orozco, Siqueiros y Rivera, sino un movimiento resultante de la reflexión y la búsqueda, un parteaguas alimentado por el expresionismo y las corrientes internacionales surgidas a la sombra de la pintura mural mexicana, logrado mediante una disciplina de trabajo que iniciaba por la mañana y terminaba con la última luz del atardecer, y que en ocasiones se prolongaba hasta el anochecer. Hace no mucho, a solicitud mía, Ricardo Martínez me recibió en su estudio de Las Águilas, donde una vez más encontré al hombre afable, sincero y comunicativo que transmitía una profunda satisfacción y expresaba sus convicciones con entusiasmo, y cuya conversación, sin que yo se lo requiriera, versó sobre su numerosa familia, sus hermanos, sus padres, su niñez, sus años en Estados Unidos, su llegada a México, su juventud… Fue una conversación larga y generosa en detalles y anécdotas, con su estudio de fondo, su colección de arte, sus cuadros y sus objetos.
Poco después Ricardo Martínez recibiría uno de los últimos premios que le fueron otorgados como reconocimiento a una labor de algo más de medio siglo. La sala Manuel m . Ponce del Palacio de las Bellas Artes fue el escenario de un evento al cual asistieron sus familiares y amistades. El recinto se animó una vez más con el calor y alegría que caracterizó siempre las reuniones familiares. Ricardo Martínez llegó con retraso debido al tráfico y ocupó su lugar entre el público tras ser presentado. Los asistentes, entonces, disfrutaron de una presentación con diapositivas de algunas de sus obras. Los ponentes fueron Maria Teresa Franco, directora del Instituto Nacional de Bellas Artes; Louise Noelle, editora de la revista Arquitectura; Pedro Ramírez Vázquez, cuya amistad con el pintor data de la época en que compartió las aulas con Enrico y Homero Martínez, ambos arquitectos, hermanos del pintor, y Antonio Espinosa, también arquitecto, con quien el artista sostuvo una entrañable amistad. Durante las ponencias se mencionó a escritores como Fernando Benítez, Rubén Bonifaz Nuño, autor del primer libro sobre Ricardo Martínez y que ya mostraba algunas reproducciones de su pintura; a Luis Cardoza y Aragón, autor de un gran volumen ilustrado, al poeta Alí Chumacero, a la desaparecida periodista Alaide Foppa, a sus entrañables amigos Ricardo Garibay y Francisco Giner de los Ríos, a Miguel Ángel Muñoz, un joven poeta que demuestra que el arte de Ricardo Martínez ha trascendido varias generaciones y cuyo libro supera a todos los anteriores en lo que toca a reproducciones y a documentación sobre el pintor.
Ricardo Martínez se ha ido y nos ha dejado un enorme vacío en el alma y en la de su país, no sólo por haber sido uno de los más importantes pintores contemporáneos latinoamericanos, sino por su ejemplo de vida sobria, disciplinada y responsable. Fue un hombre que supo dar el justo valor a su trabajo y a su entrega; pintó para vivir y vivió para pintar y supo vivir. Esto último lo logró con creces, pues vivió muy bien, como debe hacerlo alguien que ha logrado ser lo que ha querido ser.
El proyecto de un museo que llevará su nombre y que será tal vez la obra más importante de este siglo, es el homenaje más merecido y digno que nuestro país le debe a este gran artista, a su obra grandiosa y a su ejemplo de amor por su profesión y por México.
|