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Las nubes, Paz, Sartre y Savater
Febronio Zatarain
No creemos en Dios,
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Ana Belén
El viernes pasado se inauguró el Instituto Cervantes. Sus instalaciones están en el piso veintinueve del John Hancock. Este edificio es el segundo más alto de la ciudad. Su construcción, en 1969, vino a eliminar los restaurantes, cafés y galerías que le daban un toque parisino al norte del Loop. Hoy en día este obelisco negro y despuntado, hecho más que todo de concreto y de acero, le ha dado a Chicago un carácter colosal. El evento de apertura fue una conferencia sobre la actualidad de El Quijote. Los ponentes fueron los españoles Joaquín Garrido, Francisco Moreno y el gran pensador Fernando Savater. Por los ventanales se miraban algunos rascacielos y a lo lejos un pedacito del lago Michigan. El primer expositor fue Garrido, que nos explicó cómo la literatura moderna se inició con la obra de Cervantes, pues éste situó a la máxima de Sócrates, “Conócete a ti mismo”, en el centro del debate, no sólo en la novela del siglo xvii, sino en la novela de todos los tiempos. Moreno, sembrando el terreno que Garrido había surcado, partió de la frase: todo está en El Quijote. Señaló que obras como Los hermanos Karamazov, El proceso y Cien años de soledad, eran variaciones de la gran pieza escrita por Cervantes. Luego tocó el turno a Savater, quien aseveró que El Quijote era tan vigente que se podía utilizar como un instrumento para intentar comprender el mundo actual. Esa afirmación me hizo alzar las cejas y asentir. Posteriormente Savater señaló que él no era el postulador de esa tesis, sino Borges, quien la desarrolló en su cuento “Pierre Menard, autor de El Quijote.” Yo acababa de leer el libro de Ficciones y todo lo que señalaba Savater era muy similar a lo que yo había meditado; era como si me estuviera leyendo la mente: ... El Quijote, de Cervantes, sirve para dar una explicación del mundo social creado hasta el primer cuarto del siglo XVII, en cambio el de Pierre Menard nos da herramientas para examinar al hombre y a las sociedades que están en el umbral del siglo XXI. A la hora de la recepción, mientras hacía cola con mi amigo Rodrigo para servirnos un Rioja, empezaron a poner en una amplísima mesa una gran variedad de viandas: aceitunas aliñadas, jamón ibérico, ternera asada, queso de cabra, brochetas de pollo, gambas al ajillo, mejillones a la marinera, pulpo, calamares, morcilla, chorizo y muchas otras delicias de la cocina española. Después de servirnos el tinto, agarramos cada quien un plato y lo colmamos de bocadillos. Nos entreteníamos viendo las obras de un pintor que se apellidaba Montalvo, cuando Savater se nos acercó y me dijo: “Por un momento sentí que tú eras la única persona que entendía lo que yo estaba diciendo y que vine a Chicago sólo para decirte estas cosas a ti.” Una mujer lo interrumpió y se lo llevó para presentarlo con algunos de los cónsules latinoamericanos que habían asistido al evento. “¿Qué le diste?”, me preguntó Rodrigo. “Nada, solamente estuve asintiendo lo que decía en su ponencia; todo me pareció genial. Yo la verdad perdí el hilo desde que mencionó al Quijote de Menard. Sí, es que si no has leído el cuento de Borges es imposible entender lo que dijo, ¿quieres más vino?” Regresaba con las copas ya servidas cuando Savater, con una seña, me dio a entender que lo esperara. La seña era innecesaria, pues luego de ese halago, de los bocadillos y del buen vino que estaban sirviendo era imposible que yo pensara en irme de allí. Rodrigo me preguntó que cuánto tiempo más me quería quedar, le dije que no sabía, que tenía que esperar a Savater. “Yo me voy después de esta copa”, me dijo. Rodrigo acababa de irse cuando regresó Savater con un rostro que reflejaba molestia. “Ese cónsul de México me tiene harto –dijo moviendo su mano izquierda en la que traía un pedazo de morcilla–, piensa que su partido es el más maduro y democrático del mundo; incluso aseguró que a Felipe González lo habían capacitado en el pri a principios de '79.” El cónsul se llamaba Heriberto Galindo y era famoso porque nunca dejaba hablar a sus interlocutores; se decía que había interrumpido hasta al mismísimo alcalde Richard Daley para echarse sus peroratas. “Cuando me pongo así –continuó Savater–, soy como Buñuel, oye, ¿no hay de casualidad alguna cantina mexicana por aquí?” “Conozco varias.” “Espérame en los ascensores y a la primera oportunidad me escabullo.” Ya en el elevador me preguntó que de dónde era. “De México”, le respondí. “¿Y por qué te viniste tan al norte?” “Es que estoy haciendo un doctorado en Historia, pero la lejanía y la nostalgia me han acercado a la literatura.” Después se quedó callado y observó un monitor que se encontraba en una de las esquinas superiores del ascensor; en éste aparecían las noticias más importantes del día, también comerciales sucesivos de bancos, de automóviles, de agencias de viajes, y además se mostraban cifras sobre la bolsa de valores, el estado del tiempo y la hora. Eran las 7:53. Subimos al taxi y Savater seguía sin hablar; los años me habían enseñado que cuando el maestro calla hay que secundarlo. No lo sacó de su mudez la gente bella y cosmopolita de diferentes colores que iba y venía por las aceras de la avenida Michigan con sus bolsas de Marshall Fields, Banana Republic y Macy's; tampoco dijo nada cuando pasamos por encima del río y vimos cómo se iba ensanchando hasta que se confundía con el lago; ni siquiera la majestuosidad del edificio Sears, que se podía apreciar a plenitud desde la avenida Roosevelt, lo hizo salir de su mutismo; no fue sino hasta que dimos vuelta en la calle Blue Island que preguntó: “¿Qué pasó por aquí?” “Un correcaminos, señor.” Y echándome una mirada pícara me dijo: “Muy buena.” Luego apuntó hacia el lado izquierdo donde se encontraba una serie de edificios de colores grises y opacos. Son parte de los proyectos habitacionales que el gobierno construyó a fines de los cuarenta y principios de los cincuenta, y yo creo que desde entonces no les han hecho ningún arreglo notable. Parecen jaulas. Lo mismo pensé yo cuando recién llegué; alguien me dijo que ponen las mallas de alambre en los balcones para evitar asesinatos, suicidios y accidentes. A nuestro lado izquierdo había una vinatería y sentados en la banqueta convivían varios negros y negras, algunos con sus grandes botellas de cerveza de malta metidas en una bolsa de papel y otros con una botella de una pinta de algún licor fuerte y barato. El taxi cruzó el paso a desnivel que marca la entrada a Pilsen; entre las primeras casas había una que estaba desmoronándose, en ella había un letrero en el que todavía se alcanzaba a leer: somos un pueblo sin fronteras. El semáforo se puso en rojo. Apenas atardecía. A lo lejos se divisaban unas nubes que se distanciaban del rosado para internarse en el púrpura. Más acá, en la esquina derecha del otro lado de la Calle Dieciocho , estaba la cabina de Radio Arte a través de cuyos ventanales se podía ver a una joven que llevaba puestos unos audífonos y hablaba frente a un micrófono. Del lado izquierdo estaba la Biblioteca Rudy Lozano, y en la parada del camión de la ruta 60 había tres jóvenes de botas y sombrero, vestidos impecablemente como para irse a bailar quebradita. Apareció la luz verde. De la Casa del Pueblo salía una señora con el carrito de supermercado repleto y con sus tres hijos siguiéndola. Dejamos atrás el estacionamiento y el restaurante del súper, luego el Azteca Tacos, El Nopal Bakery... Yo sabía de los Ángeles, de Albuquerque, de San Antonio, pero nunca me imaginé que también en Chicago. El taxi se paró frente al Tito's Hacienda, del que ya empezaban a salir los primeros borrachos. Cruzamos la taquería que está a la mera entrada y nos acomodamos en los dos primeros taburetes que encontramos disponibles en la barra. Savater pidió un tequila Cazadores y yo pedí una cerveza Bohemia. Mientras brindábamos se oía una canción que decía: “Tú sabes que soy parejo, ya te lo dije una vez.” La melodía me hizo recordar una escena que Savater narra en su novela El dialecto de la vida, y se la traje a su memoria. Él había ido a la unam a dar unas charlas sobre el pensamiento alemán del siglo XIX y un día los maestros de la Facultad de Filosofía y Letras se lo llevaron al Tenampa, en la Plaza Garibaldi. Allí, mientras todos los filósofos ahondaban en las ideas de Nietzsche y Schopenhauer, de la vitrola que estaba al fondo salía la voz de José Alfredo Jiménez, “estoy en el rincón de una cantina, oyendo la canción que yo pedí...”, Savater se asombró de la sordera de sus acompañantes; ellos se obstinaban en hablar del concepto de voluntad en la filosofía alemana y no se percataban de que su contorno se estaba impregnando de poesía, porque, con perdón de Octavio Paz, acotaba Savater en su libro, José Alfredo era el mejor poeta de México. Le pregunté que si ésa no era una afirmación muy atrevida. “Quizá pero no es mía –me dijo–, a principios de la década de los cincuenta, cuando Octavio Paz estaba de agregado cultural en París, un día recibió una llamada que lo llenó de alegría y de orgullo; Jean Paul Sartre, el pensador más controversial de la época, quería platicar con él; quedaron de verse al día siguiente en casa de Sartre.” “Pero ¿dónde leíste esto?”, le pregunté. “El propio Paz me lo contó; bueno, éste se llevó en su portafolio su Laberinto de la soledad recién editado y un ciento de poemas que iban a formar parte de su Libertad bajo palabra, título que se le ocurrió en ese instante como un homenaje al gran pensador francés; el mismo Sartre le abrió la puerta, el filósofo llevaba puesta una bata que cubría casi todo su pijama y calzaba pantuflas; lo pasó a la sala, le sirvió café y sin más protocolo le dijo que lo había mandado llamar porque tenía interés en obtener la obra completa de un compositor de música popular mexicana llamado José Alfredo Jiménez; le extendió un álbum que Simone de Beauvoir le había mandado de México, ella llevaba más de dos meses viajando por ese país con un escritor que había conocido hacía unos años aquí en Chicago, Nelson Algren; Simone, que por cierto Sartre cuando se refería a ella la llamaba El Castor, le escribía casi todos los días y en una de sus cartas le había dicho que en ese álbum, muy de moda en México, había varias canciones que la remitían a él, sobre todo la que decía: ‘por la lejana montaña va cabalgando un jinete'; Octavio Paz se quedó perplejo, no sabía nada de ese tal José Alfredo; Sartre, para ver si se le refrescaba la memoria, puso una de las piezas en el tocadiscos. Se empezó a escuchar el mariachi y conforme iba surgiendo la voz del cantante, de Sartre salía un eco ronco con acento francés; por un instante Paz pensó que estaba soñando, que estaba dentro de una historia surrealista; Sartre, sin dejar de cantar, se levantó y empezó a caminar muy lentamente, llegó a la chimenea, puso sus manos sobre la cornisa y le salió una voz que parecía venir de lo más hondo del filósofo: ‘vámonos, donde nadie nos juzgue, donde nadie nos diga que hacemos mal, vámonos, alejados del mundo, donde no haya justicia ni leyes ni nada... '; Sartre, el escritor que no había leído a San Juan de la Cruz ni a Góngora ni a Lope de Vega ni a Quevedo, que no sabía de una poeta llamada Sor Juana ni de un intelectual prolífico llamado Alfonso Reyes, ahora se desgañitaba con los versos ni siquiera medianos de un tal José Alfredo..., Sartre seguía cantando con su rostro alzado y sus ojos completamente extraviados; Paz optó por abandonar el recinto sin despedirse, no quería sacar al anfitrión de su trance. Una semana más tarde pasó por la embajada Carlos Fuentes, éste le habló de un proyecto de novela sobre el siglo XX mexicano narrado en primera, segunda y tercera persona; la única recomendación que Paz le dio fue que le pusiera como epígrafe algún verso de un cantante popular llamado José Alfredo Jiménez.” Todo esto me contaba Savater cuando de repente a una persona que estaba a tres taburetes de nosotros le metieron un puñetazo en la mejilla izquierda, el hombre se tambaleó un poco, pero luego reaccionó y le respondió a su contrincante con un golpe en la nariz y otro en el estómago, se trabaron y cayeron al piso, las cantineras se volcaron sobre ellos y lograron separarlos. “¿Por qué le pegaste?”, preguntó una de las cantineras al agresor mientras le limpiaba la sangre del rostro. “Porque me miró feo.” “Él así mira güey.” Al ver la sangre me puse más nervioso y le pregunté a Savater si se quería ir. En vez de responder buscó a una cantinera que ya se había acomodado atrás de la barra y le pidió otro Cazadores y otra Bohemia, luego volteó a verme y me regaló una sonrisa que le achicaba los ojos y dejaba al desnudo sus encías.
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