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LA DULCE ALGARABÍA DEL DESASTRE
JORGE FERNÁNDEZ GRANADOS
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El deseo postergado,
Mario Bojórquez,
Lumen,
México, 2007.
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No hay obra sin herida. Qué difícil entender esta correspondencia que parece cumplirse con estremecedora puntualidad en el arte. No hay expresión perdurable que no provenga, de una u otra manera, de cierto epicentro de agonía o de dificultad . El proceso creativo, a pesar de los insoslayables avances de la filosofía y de la psicología, sigue siendo, si no un inescudriñable misterio, por lo menos un fenómeno cuya complejidad es reticente a las reducciones de una metodología.
El deseo postergado, del poeta sinaloense Mario Bojórquez, el más reciente Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, es una obra que, en mi opinión, ratifica e ilumina esta condición de dificultad opositiva, esta resistencia que el artista debe vencer para encontrarse a sí mismo y, sobre todo, para hallar su definición mejor en el terreno expresivo –en vocablos de José Lezama Lima. La creatividad aquí en cierta forma es una fuerza curativa, un retorno al equilibrio entre el Eros y el Tánatos, es decir, un reequilibrio entre las potencias de la vida y las de la muerte, sin el cual posiblemente sólo la destrucción o la autodestrucción aguardarían al artista. La expresión como una forma de expiación, podría decirse. Quizá por ello las presencias capitales de este libro son contraposiciones: el amor que se convierte en odio, la ilusión que se convierte en decepción, el esplendor que se convierte en decadencia. En fin, la mirada melancólica llena de principio a fin este conjunto de poemas. El deseo postergado es, por tanto, un sereno lamento, una alta elegía.
En su primer libro (Pájaros sueltos, 1991) el entonces joven, pero ya muy seguro y culto poeta Mario Bojórquez, desde el tenor de su norte nos decía un par de versos tan llenos de presagios como estos: “Era mucho el dolor/para vivirlo a solas.”
Nadie diría qué tan ciertos o certeros eran aquellos versos para comprender hoy este deseo postergado, porque ya entonces los recursos poéticos que mezclaba en su paleta expresiva daban cuenta de un explorador avezado de las formas de la tradición, no menos que de un poeta provisto de un oído privilegiado. De ello han sido prueba elocuente sus libros subsiguientes, en especial Contradanza de pie y de barro.
Años después, uno de los poemas que pertenecen a su libro Diván de Mouraria (1999) anuncia el que será el tema y el título del libro que hoy nos ocupa. En efecto, allí se puede encontrar una “Gacela del deseo postergado”; pero más aún que el título, lo que evidencia el Diván... es la semilla en germinación. Allí queda clara, por lo menos para mí, la trayectoria de la fuerza que ascendía en la voz de este autor. Dice así, en la “Casida del odio”, también de ese libro, con una mezcla de fervor e impotencia: “Todos tenemos/ una partícula de odio/ y cuando el hierro arde en los flancos marcados/ y se siente el olor de la carne quemada/ hay un grito tan hondo, una máscara en fuego/ que incendia las palabras.”
Las pasiones humanas no son detestables defectos del carácter. Por el contrario, son sus rasgos natales. Sin carácter no hay individuo y el individuo es, a fin de cuentas, la acumulación irreversible de sus gestos naturales, de sus inocultables pasiones. Es muy evidente una y otra vez en los poemas de El deseo postergado el papel destinal que han jugado dichas pasiones personales. El poeta no oculta nunca esas pasiones (por el contrario, pareciera querer consumirlas hasta el vaciamiento). Deja arder por lo mismo con soltura esa máscara en fuego que incendia las palabras: “Una palabra puede/ Sin orillas marcar el destino de un hombre/
Envolverlo en su nata para siempre perdido/ Llevarlo a cuestas por sendas innombrables/ Y sacarle a sus huesos el jugo de la vida.”
Las palabras, pues, son pasiones también y por lo tanto son armas de doble filo. Pueden herir lo mismo que curar. Nada más trágico que hallarlas degradadas: “Te decidiste en otro tiempo/ Por decir la verdad/ Dijiste la verdad/ Pero no te curaste/ De escuchar la mentira.”
De ese carácter entonces que no había aprendido a mentir y que por ello no razonaba el poderío del engaño, de esa pureza, digamos, que era demasiado vulnerable a los embustes, surge una decepción creciente que devendrá en armadura para sostenerse ante la hostilidad del mundo: “Nadie te dijo nunca/ No no es posible/ Nadie impidió tu sombra// Por eso en tu amargura/ no comprendes la hostilidad del mundo/ El revés de fortuna que labra tu miseria.”
Un elemento que no debe pasar inadvertido es la estructura argumental de este poderoso libro. Los títulos de las diferentes secciones nos remiten a un juicio, un procedimiento jurídico y hasta burocráctico, kafkiano: Querella, Dictamen, Edicto, Autos, Laudo; en el que hay, además, dos partes en pugna: un Canto y un Contracanto; así como una inicial y enigmática Lápida. Acaso esto confirma la cualidad agónica –de agon: lucha– de esta obra.
Así, desde el Diván de Mouraria hasta El deseo postergado, la sombra creciente es el desamor, la traición y su permanente penumbra, su cicatriz: la desconfianza. Una coraza es por tanto imprescindible para ese entorno de engaño, pero también una saudade, esa irreparable nostalgia que se adueña del alma y parece provenir, como en los poetas portugueses, del fondo del tiempo y de la condición humana.
No celebro el dolor en este poderoso libro, sino la desnudez de ese dolor. No creo en el que llora, sino en el que se prende fuego. Creo en el grito, el que lleva dentro un antiguo, insoportable silencio.
No hay obra sin herida, decíamos. Hemos visto cómo se cumple una vez más esta álgebra legítima entre el dolor y la plenitud. No hay obra sin herida, y vale la pena preguntar si la identidad de semejante poiesis es sólo el resultado de una agonía, o se trata también de una lucha recóndita y personal, el arduo hallazgo de una vocación que entraña no temerle al fuego. Un fuego que devora pero transfigura, un fuego que no pocas veces destruye cuando funda.
DE TRAVESÍAS SIN INSTRUCCIONES
PAULINA RIVERO WEBER
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La instrucción y otros cuentos,
Ignacio Solares,
Alfaguara,
México, 2007.
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A quienes hemos leído y disfrutado la obra de Ignacio Solares, nos ha llegado una sorpresa con su último libro La instrucción y otros cuentos. Algo nuevo asoma en este texto respecto a sus obras anteriores, que nos deja ver una evolución en su escritura. Cuando una obra de arte gusta, se debe a que transmite algo de un ser humano en particular que nos gusta; esa afirmación, que aparece en este libro referida al ámbito musical (concretamente a Mozart) me parece que también puede aplicarse al género literario. Y en el caso de la obra de Solares, es algo que gusta y atrapa al lector de No hay tal lugar, El espía del aire, El sitio y que tiene que ver con un hálito de misterio, o quizá deba decir, el hálito de Misterio.
Ignacio Solares ronda el Misterio. Da vueltas a su alrededor, se acerca, se aleja, pero a lo largo de toda su obra el Misterio sigue ahí presente. Y lo escribo con mayúsculas porque me refiero a “el” Misterio: ¿Qué somos? ¿Para qué estamos aquí? ¿Tiene algún sentido el universo, y tenemos nosotros, los seres humanos, algún papel en él? ¿Hay algo así como una fuerza superior? ¿Cuál sería nuestra relación respecto a ella? ¿Podemos encarnarla o queda tan distante como el universo mismo, del cual por cierto, somos parte? ¿Somos parte de lo más distante?
El Misterio es tal precisamente por no ser un misterio absoluto. Si lo fuera, no podríamos hablar de él, pues no sabríamos nada de su existencia. El Misterio lo es por dejarse ver parcialmente. Nosotros somos entonces descifradores del universo, y para descifrarlo, hemos inventado el lenguaje que a partir de su existencia ha vivido encarnado en el ser humano: “¿Qué otra cosas somos, sino verbo encarnado?” se pregunta el capitán del barco en el cuento que da nombre al libro: “La instrucción”.
Y en este pequeño cuento quisiera ahora detenerme, porque a mi modo de ver en él se encuentra toda la sabiduría que este libro quiere compartir. El particular encanto de este cuento radica en la relación que guarda entre forma y contenido: la forma en que está escrito implica ya todo su contenido, en este caso sí es verdad que en la forma está el contenido. Y esto llama la atención porque pocos escritores lo logran. Por ejemplo, Friedrich Nietzsche lo hizo desde su primer libro: toda su propuesta sobre la necesidad de romper con la vieja razón “racionalista” y llegar a una razón mitológica, metafórica, poética o musical, se encuentra ya incorporada desde el primer párrafo de su obra. Y de manera similar, Ignacio Solares presenta en este cuento qué podría suceder si se navega sin instrucciones claras, nítidas y precisas. Pero, al escribirlo, lo hace dejando ya de lado las instrucciones y las pautas de claridad estipuladas para una escritura ortodoxamente clara y, por lo mismo, el texto demanda un papel activo de parte del lector, quien se ve en la necesidad de descifrar el universo del capitán y de imaginar el extraño mundo del que proviene para que la historia cobre sentido.
“La instrucción” relata el primer viaje de su protagonista como capitán de barco, en el cual recibe un pliego lacrado con sus instrucciones para navegar. Su único deber es seguir esas instrucciones, las cuales no debe abrir hasta estar ya en alta mar. Pero cuando finalmente lo hace, encuentra que las esperadas instrucciones no son más que un lienzo en blanco en el cual se llegan a vislumbrar cuatro o cinco palabras sueltas. ¿Cómo navegar sin instrucciones precisas? Si al menos el capitán hubiera podido abrir el sobre antes de estar en alta mar, podría haber preguntado algo. Pero no, fue arrojado al mar sin instrucciones claras.
El cuento es una maravillosa metáfora de la vida. Somos, como bien decía Heidegger, seres arrojados al mundo y nada más sabemos: no contamos con instrucciones precisas. ¿Cuál es el bien y el mal? ¿Por qué algo es bueno o malo? ¿Qué debemos hacer? Para el que pregunta de profundis, el silencio es la respuesta inmediata, y sólo mucho trabajo intelectual y espiritual puede conducirlo a otro tipo de respuesta. Sólo desde el silencio puede lanzarse a pensar con la seriedad que estas preguntas ameritan. Para el urgido de respuestas, hay manuales rápidos y sencillos con diez mandamientos, o más o menos, que son sumamente precisos: son instrucciones de qué hacer y qué no hacer, qué creer y qué no creer, qué adorar y qué no adorar. Pero la realidad es que todos, creyentes o no, hemos sido arrojados al mar sin instrucciones, y no nos queda más que tomar decisiones de cómo llevar a cabo esta travesía. ¿Hemos de inventar un rumbo único y desconocido? ¿Tolerarán nuestra decisión? ¿Naufragaremos antes de lograrlo?
Cuando el capitán de “La instrucción” reflexiona sobre estas cuestiones la primera noche, con la mirada atenta al cielo estrellado, comprende –como lo haría cualquiera que se enfrenta con seriedad a un dilema de esta índole– que la encrucijada final radica en ser o no ser. O dicho más explícitamente, radica en existir, insistir y resistir, o simplemente darse por vencido. El capitán de esta historia finalmente parece resignarse a surcar el mar sin instrucciones claras. Parece aceptar que de hecho no hay instrucciones claras, sino tan sólo gestos distantes, atisbos de luz, jeroglíficos por descifrar, estelas en el mar.
Pero este hermoso cuento, a pesar de su brevedad, da una pista más: quizá aquellos que han logrado encontrar más palabras en su pliego de instrucciones, aquellos que han visto o logrado encontrar muchas más palabras que nosotros en su pliego de instrucciones y, al exagerarlas, han inventado las religiones del mundo. Y con ello han estatificado sus instrucciones y han pretendido que ellas son las instrucciones. Pero no es así: hay tantas instrucciones como capitanes, pues el camino se hace al andar o, como en el caso de este cuento, se avanza sólo al navegar: no hay un camino prefijado.
El resto de nosotros, que no hemos corrido con la ventura o desventura de encontrar muchas palabras en nuestra hoja de navegación, no nos queda más que investigar en el mundo y en nosotros mismos para decidir la forma en que enfrentamos el destino sin instrucciones claras. Hay quienes con muy pocas palabras en su instructivo, con muy pocas armas, toman una actitud decidida, firme, y llevan a toda su tripulación a buen puerto. Nosotros, los que no somos ni mesías, ni profetas, ni santos, no nos queda más que pensar y decidir honestamente bajo el cielo estrellado, la manera en que asumimos el reto de navegar para conducirnos y tratar de conducir a los nuestros a un buen puerto.
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Fin de fiesta y otras celebraciones,
Luis Bernardo Pérez,
Biblioteca de Cuento Contemporáneo,
núm. 9,
Ficticia/Conaculta,
México, 2008.
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El autor, cuentista de huesos colorados, obtuvo en 2004 el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández 2004 por Café Brindisi y otros espacios imaginarios; antes había publicado Retablo de quimeras (2002) y Cuentos para los días de lluvia (2003). En Fin de fiesta... Pérez incluye microrrelatos, cuentos y narrativa de largo aliento.
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El lado oscuro del porfiriato.
Sexo, crímenes y vicios en la Ciudad de México,
James Alex Garza,
Aguilar,
México, 2007.
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Traducido por Gerardo Piña, en este libro del profesor de historia en la Universidad de Nebraska se aborda “el lado oscuro de una urbe que pugnaba por entrar en la modernidad”. El sensacionalismo del título es felizmente traicionado por un contenido interesante y documentado a suficiencia, incluidas las imágenes que lo ilustran.
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Resistencia y cambio en la UNAM.
Las batallas por la autonomía, el 68 y la gratuidad,
Sergio Zermeño,
Oceano,
México, 2008.
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Analista y ensayista político de los más conocidos actualmente, Zermeño es miembro del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. A cuarenta años del movimiento estudiantil cercenado por el genocidio diazordacista, y habiendo sido la UNAM protagonista de dicho movimiento, este ensayo es de una pertinencia absoluta.
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