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Nacido en Palmilla, Chile, en 1942, el cineasta Miguel Littin, uno de los realizadores más representativos de América Latina, evalúa su obra El Chacal de Nahueltoro a treinta y nueve años de su nacimiento, y habla de su exilio en México. Nominado al Oscar en Hollywood por sus cintas Alsino y el cóndor (Nicaragua-México, 1982) y Sandino (México-Nicaragua-España,1991), Littin corrige que su filme, La tierra prometida, que en sus biografías se señala como terminada en el exilio, la culminó en realidad en su país y se presentó en Santiago un mes antes del golpe militar. – ¿Cómo evalúa El Chacal de Nahueltoro a treinta y nueve años de haberla creado? – Es una película que sigue vigente en parte de todo movimiento del nuevo cine latinoamericano, del nuevo cine chileno. La búsqueda de una identidad perdida a través de encontrarla en una realidad más dura, más cruel, más devastadora, que desafortunadamente aún existe, aún esta presente en el panorama social de América Latina; y me sorprende, porque está ahí todo lo que he intentado buscar después en el plano estético. De no concluir las historias, sino dejarlas abiertas de modo tal que la realidad y el espectador completen la historia, que es parte también de lo que a grandes trazos serían las historias de América Latina, un continente de una cultura inconclusa, de una historia inconclusa. – Al inicio comentó que sigue vigente esa cruda realidad de la pobreza de El Chacal de Nahueltoro ¿Qué tanto ha cambiado la realidad del marginado latinoamericano? – Los miles y millones de marginados que hay en América Latina, a pesar de los éxitos que se pregonan del neoliberalismo económico, siguen estando presentes, siguen viviendo al margen de las realidades económicas, de los grandes centros comerciales y núcleos urbanísticos. Sin embargo, son millones y millones de pobres, sin tierra, sin perspectiva, sin posibilidades de universidad, de trabajo y sin posibilidad de desarrollo: están los grupos étnicos marginales, están los grupos indígenas marginales que serán protagonistas de los grandes movimientos sociales e históricos de los próximos años, sin lugar a dudas, porque han vuelto a despertar, han vuelto a renacer. Somos todavía Tercer Mundo, somos de una u otra manera parte de ese mundo marginal. – Luego llegó La tierra prometida, que la acabó fuera de Chile. – Esto qué bueno que lo hayas preguntado. La tierra prometida yo la terminé en Chile y fue estrenada en 1973, en el Festival de Moscú, y hay un error aquí que no se de dónde salió ni cómo se impuso: que dicen que la película la terminé después del golpe. La cinta estaba terminada en 1973, fue presentada oficialmente en julio de 1973. Es un error que está presente en filmografías mías, en biografías, y es una buena oportunidad de aclararlo: fue hecha en 1972 en Chile, la edité y la presenté en Moscú. En agosto de 1973 la vio Pablo Neruda, la iba a ver el presidente Salvador Allende, pero septiembre se precipitó y se precipitó el golpe. – ¿Y en cierta medida fue premonitoria? – La tierra prometida, da una visión de lo que puede ocurrir, de ahí que se ha dicho, precisamente, que es una película premonitoria, profética, porque los factores sociales que concurren en la película se comportan de la manera en que históricamente se han comportado hasta hoy en Chile y en América Latina, es decir, las fuerzas armadas que dependen de los intereses de los poderosos, la insurgencia pobre que surge con mucha fuerza y luego el enfrentamiento. Se dan estos dos componentes que siguen en nuestra realidad. – ¿Qué representó para usted Actas de Marusia al ser nominada al Oscar, prácticamente cuando estaba recién exiliado? – Al ser nominado tenía muy presente el exilio; la película está hecha evidentemente como una forma de sensibilizar a la gente acerca de la lucha y del combate del pueblo chileno, y en ese momento la nominación la tenía muy presente; que la película representaba justamente la posibilidad de ser mucho más conocida, de ser una plataforma universal, y lo fue. Como hecho anecdótico, recuerdo que tenía muy bien guardado mi discurso en el bolsillo del esmoquin, por si se daba la posibilidad de que el Oscar surgiera y pudiera dar un mensaje, solicitando solidaridad con el pueblo de Chile a todo el mundo, ese era el objetivo que tenía muy presente.
– ¿Cómo vivió el exilio, cómo lo marcó como cineasta? – Tuve la suerte, como cineasta, de llegar a México, donde fui recibido por la comunidad cinematográfica mexicana con una generosidad y un cariño absolutamente excepcionales. Desde que llegué a México estuve lleno de amigos, estuve en mi casa, todos me brindaron todo su apoyo, toda su solidaridad en sus casas, las asociaciones; hice una amistas indestructible con personas como Jorge Fons, Arturo Ripstein, como Felipe Cazals, con mi querido amigo Juan Manuel Torres, con Gabriel Retes; se extendió mi familia, se extendió mi nacionalidad, desde ese punto de vista. Y trabajé mucho, gracias a que este seno paterno y materno que me recibe, este seno materno mexicano. Para mí México no es mi segunda patria, sino mi otra patria. – Hablando del exilio, en 1985 hizo Acta general de Chile ¿qué sensación le recuerda esa película, que filmó entrando clandestinamente a su país en plena dictadura? – Me recuerda la sensación de la prisa, la necesidad de llegar a los puntos en que tenía que reunirme a la hora exacta, estar justo los minutos que tenía que hablar con la gente y retirarme, irme a otro lugar. Y siempre estaba viajando, de un lugar a otro, reconociendo Chile y llegando a lugares donde nunca había estado antes del exilio. Habían pasado doce años y ya Chile no era una tarjeta postal, no era una imagen romántica, idílica, de pasada; era un presente de lucha y de combate que estaba ahí, frente a mis ojos, en las calles, en las poblaciones; era un momento en que la gente comenzaba a luchar con más fuerza contra la dictadura, sobre todo el sector de las mujeres. Era lo pasional de estar en Chile y, además, reestableciendo mis derechos como ciudadano en el desafío también personal contra la dictadura. |