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Scott Walker: genio, camaleónico y marginal
Estamos rodeados de signos;
nuestro imperativo es no ignorar ninguno.
Contra la originalidad, Jonathan Lethem
No cabe duda, s iempre que se cree haber llegado al origen de algún género musical, al inicio de una corriente, al umbral del que salió un nuevo lenguaje, irremediablemente aparece alguien o algo detrás, una influencia o fuente inspiradora anterior al anzuelo que nos hizo investigar, un paso previo gracias al cual otros se conmovieron para, ellos sí, cambiar la historia transformando los signos de una tradición.
Si pensamos en Bob Dylan, verbigracia, y decidimos ir a fondo persiguiendo sus preocupaciones, llegaremos no sólo al icono folk Woody Guthrie, sino a Shakespeare y el cine clásico de Hollywood. Si pensamos en Los Beatles aterrizaremos en Elvis. Si en Eric Clapton, escucharemos los ecos de Robert Johnson. Si en Los Lobos, resurgirá Ritchie Valens. Esto por no ahondar en géneros como el jazz, el clásico o las músicas étnicas cuya esencia radica, precisamente, en un paso de estafeta generacional.
Encadenamiento obvio, es cierto que cuando en expresiones como el rock aparece un fenómeno de época, su imagen tiende a borrar no a sus mayores y evidentes influencias, sino a esas otras figuras impopulares a quienes igualmente debe el rumbo de su a rte; y las borra sin quererlo siquiera, aunque en algunos casos parezca un sospechoso intento de maquillaje para llevarse el crédito de un descubrimiento ajeno.
He ahí una de las tristes cosas que ha causado la industria musical, la de equiparar una canción con una isla en la cual se pueden clavar banderas que determinen su señorío. Situación insostenible en la era del mp3 y Myspace.com, hoy es posible desandar el camino para desempolvar las huellas digitales, la piel muerta, los cabellos tirados, las medicinas olvidadas, todo para averiguar –muy csi de nuestra parte– quién estuvo en tal o cual habitación sonora antes de que otros vinieran para llevarse una gloria sin nombre y apellido.
Tal es el caso de Scott Walter, extraño crooner estadunidense de sesenta y cinco años de edad, avecindado en Inglaterra desde hace décadas, cuyos éxitos en el escenario de la balada vocal y los inicios del rock experimental lo hicieron triunfar, para luego, de la manera más sorpresiva, volver a la grabación de discos con una muy distinta intención estética.
Primero como ídolo adolescente en la televisión de los cincuenta y más tarde como estrella del canto en boga con The Walker Brothers (al lado de John Maus y Gary Leeds), el además bajista comenzó a separarse del mundo pop gracias al bajo eléctrico y a su gusto por intérpretes más o menos afectados como Tony Bennett, Jack Jones, Mark Murphy y Jerry Butler.
Con “Make It Easy on Yourself”, una balada de Burt Bacharach, Walkter y compañía llegaron al número uno del chart ingles y al dieciséis del estadunidenese. Luego hicieron “My Ship Is Coming In” y más tarde “The Sun Ain't Gonna Shine Anymore”, todos grandes éxitos para el trío, lo que terminó por dejar el campo libre para la emancipación de Scott, quien comenzó a grabar con el legendario Phil Spector.
En este punto, querido lector, puede que ya comience a pensar por qué nunca ha oído hablar de Walker. La razón es que, como todo producto de masas, creció y se desinfló con igual fuerza y vértigo. Para 1968 el cantante, profundamente afectado por la obra del compositor Jacques Brel, decidió explorar los terrenos de la música clásica y contemporánea, lo que terminó por definir su inconfundible estilo vocal. Para ello viajó a Quarr Abbey, un monasterio en la Isla de Wight (sí, lugar de los emblemáticos festivales), y se internó en el estudio de los cantos gregorianos.
Sus primeros tres discos ( Scott 1, Scott 2 y, sí, adivinó, Scott 3 ) tuvieron buena acogida y grandes ventas. Al mismo tiempo y en sentido contrario, Walker se distanció de su audiencia, se alejó de los periodistas y transformó su imagen en la de un marginal. Tenemos entonces a una estrella de televisión adolescente que se convierte en exitoso cantante pop para luego volverse baladista de oscuridades insondables, ancladas en inflexiones vocales del medioevo. Tales cambios, por supuesto, tendrían profundos efectos en contemporáneos como David Bowie y David Sylvian, otros dos monstruos del más interesante y relevante rock inglés.
En 2006, Walker realizó su más reciente, aclamado y multipremiado álbum, The Drift, luego de once años sin presentar nada nuevo; verdadero pretexto para esta nota, en ese mismo período se mantuvo activo realizando colaboraciones con gente como Goran Bregovic, Nick Cave, Léos Carax, Ute Lemper y Pulp. Igualmente, coprodujo un documental sobre su vida, Scott Walker: 30th Century Man, con entrevistas a David Bowie, Radiohead, Sting, Gavin Friday y muchos otros músicos más. ¿Vale entonces la pena acercarse a su obra? Queden como provocación estas palabras suyas durante una vieja entrevista: “Me he convertido en el Orson Welles de la industria discográfica. Todos quieren llevarme a almorzar, pero nadie quiere financiar la obra.”
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