Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 9 de marzo de 2008 Num: 679

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El diccionario de
los que no están

GABRIELA VALENZUELA NAVARRETE

Eurídice
SATAVROS VAVOÚRIS

Sandor Marai y el
ocaso de un imperio

SERGIO A. LÓPEZ RIVERA

Berlinale 2008
ESTHER ANDRADI

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

La frialdad del obturador: imagen y violencia
en el teatro contemporáneo (II Y ÚLTIMA)

Quien asiste al teatro no asiste a lo total sino a lo inacabado, y ha de completar el sentido resanando huecos y fracturas. Y serán las imágenes, las que los cuerpos en escena logren configurar y las que los comparecientes logren reconstruir, las que legitimen sensorialmente la experiencia escénica. No como los frisos congelados de un devenir revestido de vitalidad, pues los cuerpos teatrales saben de antemano perdida su batalla particular contra la intrascendencia; serán más bien los vestigios precarios que del evento teatral alcanzan a alojarse en la memoria y, posteriormente, en la evocación de quien lo ha presenciado. No es sino evocar a lo que aspira la imagen teatral, y su mecanismo de inoculación se relaciona con los procesos comunicativos que Barthes detectó en el lenguaje fotográfico: el punctum –el detalle mínimo, implícito, explícito y/o manipulado– como fuerza expansiva y avasallante, como punto de fuga trazado al infinito; el advenimiento abigarrado de un signo cuya potencia aniquila cualquier posibilidad de catarsis o purificación.

Ya es lugar común consignar que vivimos bajo el yugo opresivo de lo masmediático, y que el imperio de la imagen bastarda, repetida una y mil veces hasta perder sentido por los medios masivos de comunicación, vive al parecer sus días más fértiles. Se pierde la capacidad de horror y de conmoción ante el evento retransmitido, y se sobreexcita nuestro morbo ante la comprobación de lo que Jean Baudrillard supo profetizar a tiempo: no hemos de tener acceso a los hechos, seremos convidados en el mejor de los casos a refocilarnos en los fragmentos minúsculos que alcancen a salpicarnos. No veremos la muerte en directo de una niña sudanesa sitiada por la hambruna, sino que lincharemos moralmente al fotógrafo sudafricano (Kevin Carter) que capturó la inminencia de su fin sin atreverse a socorrerla, todo en aras de un Pulitzer que no lo preservó de la culpa y el suicidio. Amagaremos con estudiar los motivos que llevan a un aspirante a escritor a matar y devorar a sus amantes, pero abdicaremos a aras de algún plano cercano de los cadáveres cercenados en el interior de un refrigerador casero.

Podrá esgrimirse que ante tal panorama el teatro tiene poco que hacer; podríamos concluir que sus modos de representación, finalmente anacrónicos, no revelan mucho en comparación de lo ofrecido por los canales de la telecracia. Se pasa por alto con este razonamiento que la imagen teatral ha de devolvernos una faceta inexplorada de la violencia a través de otros códigos, mucho más cercanos a lo contrafigurativo que a la exposición literal. Si aún hoy en día se tiene al teatro de Tadeusz Kantor como paradigma de un teatro de la muerte es por su deconstrucción de los mecanismos más que de las consecuencias: La clase muerta ahonda en los patrones de la represión totalitaria antes que en las repercusiones tangibles de la nación polaca desahuciada ante la certeza de su desenlace trágico. Las relecturas de Shakespeare perpetradas por el director lituano Eimuntas Nekrosius, que cuenta con una versión de Hamlet sobre un escenario de hielo que se derretía por completo al final de cada función, reafirma la convicción acuñada por Michel Foucault del teatro como el espacio idóneo para el rescate de la figura lapidada del fantasma. Será su ditirambo en escena la manifestación de su regreso, y será este regreso la corroboración fulminante de su carácter verdadero: todo ha de desvanecerse ante la furia de su reaparición. En su obra Attempts on her life, el dramaturgo inglés Martin Crimp bosqueja el retrato fidedigno de una mujer llamada Anna a través de la evocación oblicua y fragmentaria de quienes intervienen en su vida; Anna será entonces lo que de ella relaten sus padres, su jardinero y su compañera de oficina, los testigos vocativos de su intimidad de alcoba, y tomará la forma de una hipster europea ilustrada, una adolescente africana arrasada por la guerra civil y un auto último modelo recorriendo la costa adriática; su lengua cercenada será la lengua de los otros, su imagen diluida despiadadamente por la desmemoria será reconstruida a partir de las referencias que esos otros decidan transformar en palabra.

La violencia que la imagen teatral contemporánea nos lega, sin lugar a dudas, no es la del objetivo enmarcado en la lente: es la de la presencia nebulosa que aprieta el obturador e ilumina el campo ciego de su propio espíritu.