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Sandor Marai y el
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Felipe Garrido
Teresa
Todo, en un tiempo todo lo habría dado yo por unir mi vida con la de Teresa. La esperaba en el automóvil, a unas pocas cuadras de su casa y fingía que nuestro encuentro era una casualidad. Ella tiene que haber estado al tanto; más allá de las primeras dos o tres veces, cuando pudo ser verosímil un encuentro fortuito, tiene que haber sabido que más de media hora antes yo estaba apostado por ahí, donde pudiera vigilar las tres cuadras y media que ella caminaba para llegar a la estación del metro. ¡Buenos éramos para fingir! La mutua sorpresa de encontrarnos, que yo, casualmente, me hubiera bajado allí a comprar cigarros, que tuviera tiempo para dejarla en su oficina ¡en este laberinto de ciudad, donde el tiempo...! Y no era su figura imponente –que se destacaba desde que salía de su edificio–, su cabellera de cobre, su aroma de espliego lo que más me cautivaba, sino su desamparo aparente, su equívoco apartamiento, lo que yo suponía su soledad. |