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Las Malvinas y la pretensión polar
CREDITO
Ilustración de Juan Gabriel Puga |
La historia oficial afirma que la Guerra fría entre las potencias mundiales acabó con el derrumbe del mundo socialista soviético, simbolizado con la caída –en 1989– del muro de Berlín, un icono de la bipolaridad planetaria. Pero la historia real se encarga siempre de desmentirla: con otros actores, esa Guerra fría aún continúa. E, irónicamente, la palabra Fría parece graficar la carrera estratégica de los recursos energéticos del futuro.
En efecto, en el nuevo contexto internacional de búsqueda y hallazgo de recursos naturales (petróleo, minerales, gas), un grupo de científicos y militares rusos plantó, pocos meses atrás, su bandera a 4 mil 200 kilómetros de profundidad, bajo las gélidas aguas del mar Ártico, en el Polo Norte. Para sorpresa del mundo, argumentaron que su plataforma submarina está conectada a ese inhóspito territorio y que, por tanto, poseen el derecho de reclamar por sus cuantiosas reservas de gas y depósitos petroleros. Hasta hoy, el Polo Norte es administrado por un ente internacional –la International Seabed Authority – y no es propiedad de ninguna nación. Hábil de reflejos, el poder político ruso especula con que el recalentamiento del planeta acelerará los deshielos de ese territorio virgen, y accederá con menor dificultad a su exploración y explotación.
Como contrapartida, Occidente pone sus ojos en el Polo Sur. Si en el siglo XIX, el mundo era regido por la dicotomía este-oeste, la nueva era presagia un enfrentamiento por el dominio de las reservas polares, en una inversión cardinal norte-sur.
En este sentido, no es casual la controvertida iniciativa de Gran Bretaña de ampliar su dominio alrededor de las Islas Malvinas, uno de los enclaves coloniales cuyo statu quo increíblemente sostiene aún el mundo contemporáneo. En plena crisis diplomática con Rusia, Londres se apresta a realizar reclamos territoriales de miles de kilómetros cuadrados en las profundidades del Atlántico Sur, alrededor de las Islas Malvinas y las Georgias. Su finalidad: extender la plataforma continental de 200 a 350 millas de las Islas, aumentando de esta manera la infame Zona de Exclusión marítima que concibió alrededor de esas islas después de la guerra contra Argentina, en 1982. Gran Bretaña considera la posibilidad de hacer una presentación ante la onu para ampliar su dominio, pero aclaró posteriormente que sólo busca extenderlo hacia el este; de hacerlo en la dirección contraria, esa extensión se prolongaría hasta las inmediaciones del territorio continental argentino. ¿El objetivo? Al igual que Rusia, la explotación de las riquezas posibles: petróleo y gas, y el control de las puertas de acceso a otra zona estratégica de enorme peso potencial: la Antártida.
La pretensión británica abarcaría también otros enclaves coloniales como las islas Ascensión y Rockall, esta última un islote volcánico deshabitado, a 200 millas de la costa escocesa. Colonias de facto, “el Comité de Descolonización de la onu tiene unos dieciséis casos que no van a terminar ni en la perpetuación de las colonias ni en independencias verdaderas –afirmó el político y diplomático argentino Rodolfo Terragno–, sino en mini Estados que le confíen la defensa a la antigua metrópoli o a una potencia regional. Serán pequeños países con sponsors ”.
La convención sobre el Derecho de Mar de la onu , que entró en vigor en 1994 y fue suscrita por 130 países, establece que la potestad de las naciones costeras sobre los recursos del mar alcanza hasta las 200 millas y, además, reconoce la soberanía sobre su plataforma continental de los Estados ribereños. Hasta mayo de 2009 los gobiernos tienen plazo para demostrar hasta dónde se extiende esa plataforma, cuyo límite no podrá fijarse, no obstante, más allá de las 350 millas.
En la postguerra de Malvinas, los británicos realizaron, sin autorización del gobierno argentino, exploraciones dentro de su plataforma continental con fines económicos y geopolíticos expansionistas. Asimismo, el gobierno del archipiélago ha otorgado, con la venia de Londres, concesiones a petroleras privadas para buscar crudo y gas dentro de la zona de exclusión económica.
En tanto, ¿qué representan las Islas Malvinas para el imaginario continental? Para los argentinos suelen aparecer como una herida abierta, mucho más en el discurso que en la sensibilidad, mucho más en el corazón de los que combatieron y retornaron moribundos, desahuciados y olvidados, que en la indiferencia de las mayorías urbanas empeñadas en la sistematización del olvido. Algunos de sus intelectuales las han desdeñado –Julio Cortázar alude, en boca de uno de sus personajes, a unas “islas de mierda, llenas de pingüinos”, y Jorge Luis Borges había definido la guerra de 1982 como “dos pelados peleando por un peine”–, muchos políticos las han enarbolado solamente como bandera electoral, y la programación pedagógica y académica es más una cáscara que un medio de formación de las conciencias.
Metáfora del destino continental, Malvinas es hoy no sólo un tema ausente de la agenda internacional, poblada de tópicos más candentes, sino una referencia escueta y vacía que sólo interesa en cuanto sostiene las pretensiones geopolíticas de las naciones poderosas.
Malvinas es mucho más que la guerra de 1982 entre Argentina y la Armada Británica, con la complicidad del Departamento de Estado estadunidense. Tan ilegal es la asunción del gobierno militar argentino que declaró esa guerra como la bicentenaria ocupación inglesa del archipiélago. A la luz de los últimos acontecimientos –la pretensión británica de ampliar la zona de exclusión– una sola cosa es segura: Londres no tienen intención de deshacerse de las Islas. Como sostuvo el periodista inglés Simon Jenkins, “está impregnado en la psiquis política británica que no habrá negociaciones”.
Por eso, el tema Malvinas tiene una clara proyección continental. La Guerra fría, el recalentamiento del planeta y la imperiosa necesidad de hallar recursos energéticos parecen acelerar todos los tiempos políticos. Ya no es hora de sutilezas. Si Gran Bretaña ha bloqueado y esquivado sistemáticamente el diálogo franco y abierto sobre la soberanía del archipiélago, encuentra en la decisión rusa de reclamar el Ártico menos razones aún para hacerlo.
Lo sutil es del orden de la seducción. Pero la necesidad tiene cara de hereje, y los imperialismos han perdido el recato de ocultar o disfrazar sus verdaderos intereses: apremiados por la implacable realidad, y en la carrera por saciar su voracidad, los imperios muestran sin pudor sus estrategias, al sostener aun situaciones coloniales anacrónicas e ilegítimas.
El archipiélago del Atlántico Sur aparece como una llave de acceso directo a la Antártida, ese continente de hielo sostenido en un acuerdo internacional que, seguramente, estallará en mil pedazos en cuanto las potencias mundiales necesiten hincar allí sus dientes.
En el norte, algunas naciones como Canadá, Dinamarca y Estados Unidos han presentado reclamos por el territorio que Moscú se acaba de adjudicar. Es tiempo que Latinoamérica haga lo propio en el sur: que exprese su repudio a las políticas colonialistas de las naciones imperiales, y logre “impregnar en su psiquis” el manejo de la soberanía continental, que incluye el desarrollo de su potencial estratégico natural.
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