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Un mal cuento de Navidad
La historia es así: todo un país escucha en la radio y en la televisión una conversación entre dos tipos que se confabulan para raptar a una periodista y aterrorizarla, en castigo por haber puesto en evidencia a uno de ellos como socio de un empresario dedicado a la práctica y el negocio de la pederastia. El que ha quedado en evidencia, empresario muy poderoso, está prácticamente contratando al otro, un gobernador, como golpeador; es decir, le ha pedido que ponga al servicio de su venganza personal todo el aparato de que éste dispone: jueces, policías, celadoras e incluso un grupo de prisioneras lesbianas que la pueden violar. El tono en que hablan estos dos personajes es el de unos maleantes de caricatura: van de la grosería más rudimentaria a la cursilería más ridícula, de “pinche vieja” a “gober precioso”. En el colmo del cinismo, hablan convencidos de estarle aplicando a la periodista el peso de la ley, como si ella misma fuera la culpable de que atentaran contra su integridad. Agradecido, el empresario le dice al gobernador que le ha enviado dos botellas de cognac. Sólo alguien muy ingenuo pensaría que estas dos botellas son el único pago por semejante servicio. Eso, si las botellas de cognac son en verdad botellas de cognac.
La periodista es raptada de un estado a otro de la República por policías que la amenazan, y encarcelada. Gracias, entre otras cosas, a la grabación que se da a conocer al público, puede ella denunciar lo que le ha sucedido e insistir en el gran peligro que representan las redes de pederastas. Como resultado de ello recibe gran cantidad de apoyo y el asunto de la violación de los derechos humanos de la periodista llega hasta la más alta instancia de justicia, la cual abre una investigación.
A lo largo de los meses transcurridos, prácticamente todos los mexicanos hemos visto cómo se ha tratado de distorsionar nuestra percepción de aquella conversación aberrante: se ha atentado contra la seguridad de Lydia Cacho, quien tiene que andar con guardaespaldas. Lejos de renunciar, avergonzado, el gobernador Marín aparece dándole la mano a toda suerte de hombres poderosos, incluido el presidente, y a Kamel Nacif nadie lo detiene. Incluso se ha intentado borrar la presencia de la periodista de los medios de comunicación, pensando que así como éstos difundieron la terrible conversación, ellos mismos contribuirán a que se olvide, a sabiendas de que en México están confundidos ciudadano, espectador y consumidor.
Foto: María Luisa Severiano /archivo La Jornada |
La investigación, como todos sabemos, llegó hasta la Suprema Corte de Justicia. Hace unas semanas, el ministro Juan Silva Meza entregó los resultados en un expediente de más de mil páginas en el que, entre otras pruebas, quedaba constatado el hecho de que la llamada que escuchó el público se encontraba en los registros telefónicos, amén de muchas pruebas más de que se habían violado los derechos de la periodista. A Juan Silva Meza lo acompañaron en esta convicción los ministros José Ramón Cossío Díaz, Genaro Góngora Pimentel y José de Jesús Gudiño Pelayo. La nobleza de estos cuatro ministros ha quedado empañada por el resto, el cual ganó la votación y determinó que la violación no había sido grave: Salvador Aguirre Anguiano, Mariano Azuela, Margarita Luna Ramos y Guillermo Ortiz Mayagoitia y Olga Sánchez Cordero quedarán cubiertos de oprobio y bajo sospecha de estar vendidos a un postor siniestro.
Así, seis magistrados de la Suprema Corte de Justicia lograron que aquella la última instancia de justicia a que podemos recurrir los mexicanos obrara exactamente igual que un medio de comunicación al servicio de intereses poderosos, al tratar de reducir, sesgar, “ilegalizar” aquello que todos escuchamos: no ocurrió, no sirve, no vale, no era para tanto. Como los personajes que desaparecen en El maestro y Margarita, como en El proceso, de Kafka, donde la realidad se diluye, se vuelve laberíntica. Sin embargo, el fondo espeluznante de las redes de pederastas que se encuentra tras lo sucedido a Lydia Cacho, cualesquiera que sean el dinero y el poder que las respalden, son algo difícil de olvidar para cualquier ciudadano, por más mediatizado que esté. Por eso hay que seguir escribiendo sobre lo que ocurrió, aunque parezca que no es “noticia”, porque está en juego un asunto de elemental justicia, la vida de Lydia Cacho y las de los niños y niñas a cuya defensa ella se ha consagrado con admirable valentía. Y también, de paso, está en juego nuestro sentido de la realidad.
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