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No Othello
Retomando personajes referenciales vueltos arquetipo, apostando por actualizar la escritura shakesperiana a través de la puesta al día de lo que detecta como algunos de sus líneas temáticas adyacentes, el joven José Alberto Gallardo, con alguna experiencia como actor, director y dramaturgo, se atreve a meterle mano a la tragedia del moro de Venecia, aquella a la que cierto editor suyo, según nos ha filtrado Jan Kott, se refirió como "quizás no su mejor trabajo, pero sí su mejor obra, en términos estrictamente teatrales". José Alberto Gallardo, pues, se ha metido con Othello, y ha conformado, tras un proceso de trabajo extendido a lo largo de poco más de un año, la puesta en escena de No Othello, que prosigue su temporada en el Foro La Gruta.
Concedamos entonces que José Alberto se ha agenciado, para su pluma, lo que del universo textual clásico detecta cercano y vigente; de esa manera comprenderemos mejor que no se haya decantado por enfocarse en los celos y la traición (el mismo Kott, viejo lobo que sigue supurando sentido, acota al respecto: "Los ilusos creen en la honra y el amor, que en realidad no son sino egoísmo y lujuria. Son los fuertes quienes ponen los impulsos pasionales al servicio de su ambición", acaso considerándolos manidos y áridos para una reinterpretación crítica, insertar su voz en medio de una polifonía una y mil veces revisitada. Por consiguiente, su relectura persigue credenciales de autonomía, anclada en el original pero con los suficientes resquicios como para dejar su registro propio, para dar fe de cómo ha buscado escuchar con los ojos a sus muertos. El resultado indica una parada por el territorio de hipertexto, del juego de espejos, de la intervención escritural.
José Alberto Gallardo |
En rigor, debemos decir que Gallardo tiene una escena de arranque memorable que, por desgracia, también es la única. Echado a su suerte en medio de un espacio anacrónico (debido a Mario Martín), un Yago precario, aterido, balbucea su volición; la elección de verbos y acciones (callar, hablar, vestir, desfilar), la posterior enumeración de fechas sin orden ni armonía aparentes, el ritmo de la prosa y la potencia en la enunciación (enfatizada aún más por el hecho de que quien la ejecuta es mujer –Alicia Lara–) hacen prever lo mejor: desacralización del arquetipo, reelaboración en el lenguaje, atemporalidad estética, austeridad en la forma, nexos sólidos pero sin estridencias con las fuentes originales –el juego de géneros, la suplantación, el travestismo isabelino.
La batalla contra sus molinos la pierde Gallardo por sí solo, esencialmente debido en buena medida a la incapacidad para mantener un eje temático y a la distancia evidente entre sus pretensiones y la solidez de su pluma. Pronto todo se vuelve un ejercicio acumulativo y desaforado: Gallardo intenta, al mismo tiempo, una disección de la actoralidad desde lo ético y desde una mirada epistemológica; un discurso sobre el olvido, sobre el predominio de la desmemoria; un retrato de la diferencia (en este caso, idiomática fundamentalmente, entre quien ha de representar lo centroeuropeo y lo arábigo)
y, claro, alguna alusión a la ficción de Shakespeare. Intenciones monumentales pero válidas que no encuentran su correlato, pues Gallardo llanamente no profundiza en ninguna. Allí el cortocircuito, la grieta que precipita el resquebrajamiento.
Esa desmesura se traduce, también, en impericia poética: el atractivo del diseño escenográfico y lumínico se disuelve ante su subutilización, ante la incapacidad del director para hallar un dispositivo actoral que permita habitarlo y no solamente transitar sobre su superficie. Alicia Lara, Pedro Mira y Cinthia Patiño acometen una empresa que los exhibe desorientados y confusos, raquíticos para componer, por ejemplo, una escena de combate o un episodio erótico, o hacer efectivo alguno de los escasos momentos de humor que se sugieren. Queda la impresión de que José Alberto Gallardo, ganado por las ganas de decirlo todo, se olvidó de la ficción; de tanto que quiso hablarnos, terminó diciéndonos más bien poco. Shakespeare, difuminado y muy al fondo, no refleja sino algo de cansancio.
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