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Santaolalla y Morricone: David contra Goliat
Sí. Gustavo Santaolalla, reciente ganador del Oscar por el score música de acompañamiento para las imágenes de la película Babel, ha hecho mucho en su carrera. Sí. Ha mejorado con el tiempo, eso también. Durante los años setenta tuvo bandas de rock más o menos conocidas en su Argentina natal (Arco Iris, Soluna) y fue productor de colegas con la talla de León Gieco. Sí. En los ochenta hizo un movimiento "clave" y sentó cabeza en Los Ángeles, lugar donde fundaría la disquera SURCO al lado de esa sombra inseparable, fundamental para su éxito ulterior: el ingeniero Aníbal Kerpel, personaje desconocido por quienes hoy aplauden al latino triunfante, fascinados con ese peón que sorteando las fronteras sobre el tablero continental se corona heroicamente para ganar la partida en nombre de todos los hispanos. Algo ridículo. Sobrado. Sí.
Casi siempre ligado a disqueras trasnacionales, Santaolalla produjo algunos de los grandes éxitos de nuestros días (Molotov, Julieta Venegas, Café Tacuba y Juanes). Paralelamente, su sociedad con el director Alejandro González Iñárritu inició en Amores perros, película para la que no sólo escribió el score; además editó piezas de grupos inspirados por ella (Control Machete, Ely Guerra, Fiebre y otros más) ahorrando popularidad y posibilidades comerciales para su trabajo como productor, aunque disminuyendo la atención hacia lo esencial: la banda sonora (su composición). Luego de eso, el también guitarrista crecería en la industria hollywoodense y musicalizaría cintas como Diarios de motocicleta, 21 gramos y Brokeback Mountain, por la que ganó su primer Oscar el año pasado.
Hasta aquí todo es medianamente aceptable. Sí. Pero digámoslo de una vez: la distancia que separa a Gustavo de don Ennio Morricone, verbigracia, es más que insondable. ¿Por qué la comparación? Por el simple y chocante hecho de que, durante la misma noche en que el enorme compositor italiano de obras como Cinema Paradiso, Érase una vez en América, La Misión, Los intocables y El bueno, el malo y el feo levantaba su primer Oscar en medio de un homenaje "políticamente correcto", Santaolalla vencía por segunda ocasión consecutiva con un trabajo infortunado. Tal paradoja pone en duda, una vez más, la capacidad e intereses de quienes votan en la Academia, así como la evolución de la audiencia norteamericana. Y otras razones se acumulan.
El arte de Morricone, Nino Rota (El padrino), Michael Nyman (El piano), Danny Elfman (Big Fish) e incluso de John Williams (Star Wars) por citar ejemplos emblemáticos, se puede sostener y juzgar sin necesidad del celuloide, independientemente de si gusta o no por estilo o eficacia; es un trabajo que completa personajes y situaciones con fuerza y lógica compositiva, con arreglos bien desarrollados en orquestación, dramatismo, profundidad y significado. Digamos que lo hecho por estos hombres es memorable mientras que los referentes pop de Santaolalla lo destinan al olvido por su condición cómodamente minimalista, superficial, plagada de clichés étnicos, efectiva por oficio sónico pero carente de maestría estética, sensibilidad y bagaje cultural.
Tamborcitos literalmente con anodinos cantos tribales, pedales de cuerdas paupérrimos sobre los que descansan melodías poco inspiradas cuya sustancia engaña con el efecto reverberante de miles de dólares y la pobre organicidad de dedos contra cuerdas rechinantes
todo eso vive en las breves composiciones del argentino. Incluso cuando echa mano de canciones de terceros (de Los Tucanes de Tijuana a David Sylvian pasando por "El besito cachichurris" de Daniel Luna), queda en evidencia la chata interpretación de esa Babel referencial (lo que también es culpa de Iñárritu, hay que decirlo). Mercados, cumbias, música disco, pop
una vorágine amorfa que muestra un saber hacer resquebrajado por el no entender.
Sí, desgraciadamente hoy se necesita muy poco para llevarse un Oscar a casa, incluso si es por segunda ocasión consecutiva. Que ya se sabe, que no hay que cortarse las venas, que siempre es lo mismo. Sí. Muchos lo reconocen. También Morricone y otros artistas que, año con año, envejecen a la espera de esas contadas veces en que Goliat derrota al pequeño David.
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