Número 150
Jueves 8 de enero
de 2009
Director fundador
CARLOS PAYAN VELVER
Directora general
CARMEN LIRA SAADE
Director:
Alejandro Brito Lemus
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Carlos Bonfil
Bajos instintos con un final feliz
Entre la revolución sexual, la mojigatería de la
era Reagan y la politización de la sexualidad post sida, el erotismo en el cine ha mostrado los altibajos de los cambios sociales y los avances
de la diversidad.
Con el arribo del conservadurismo moral reaganiano en los años ochenta y el clima de pavor que provoca el surgimiento del sida, se produce una regresión en la manera de mostrar la sexualidad en el cine. Queda un tanto sepultada la visión de cuerpos gozosos y conductas libertarias, aquel espíritu adolescente de Hair (1979), de Milos Forman, y sus ingenuas transgresiones rockeras, y los extremos del erotismo japonés en El imperio de los sentidos (1976), de Nagisa Oshima; la representación lúdica de tríos amorosos en Les valseuses (1974), de Bertrand Blier, o el realismo descarnado de Saló, los 120 días de Sodoma (1975), de Pier Paolo Pasolini. Lo que marca el nuevo tono conservador en Estados Unidos es contemplar la sexualidad a través de la conducta patológica y el melodrama en títulos emblemáticos —Atracción fatal (1987), de Adrian Lyne; Bajos instintos (1992), de Paul Verhoeven—, donde predomina el miedo a los desbordamientos del erotismo y el culto a la paranoia.
En el cine mexicano se da algo apenas distinto: el albur y el chiste grueso se vuelven las formas más eficaces de trivializar toda forma de transgresión sexual verdadera, aunque en medio del alud de intrascendentes comedias picarescas, surgen dos cintas clave para entender la sexualidad local y sus contradicciones, Doña Herlinda y su hijo (1984), de Jaime Humberto Hermosillo, y El lugar sin límites (1977), de Arturo Ripstein.
Más tarde, la emergencia de protagonistas nuevos en el terreno de la lucha por los derechos sexuales y en el combate a la epidemia del sida da como resultado una radicalización en el modo de presentar el erotismo. Política, sexualidad y derechos civiles se entremezclan en cintas como Filadelfia (1993), de Jonathan Demme, Mi hermosa lavandería (1985), de Stephen Frears, Henry y June (1990), de Philip Kaufman, Juego de lágrimas (1992), de Neil Jordan, Juntos para siempre (1990), de Norman René, o Las noches salvajes (1992), de Cyril Collard; surge también el llamado cine queer, con películas como The living end (1992), de Gregg Araki, o Poison (1991), de Todd Haynes. Se desarticulan con rapidez los estereotipos más socorridos, y algunos actores populares aceptan aquellos papeles que apenas una década antes habrían rechazado, ya fuera por autocensura, por cautela o por el desagrado de interpretar a un homosexual, una ninfómana o una lesbiana.
Las temáticas “escabrosas” ya no asustan y la mirada homofóbica pierde atractivo en taquilla. Al mismo tiempo, el thriller, el cine de horror, la comedia romántica participan de diversas maneras en el juego muy novedoso de dinamitar las divisiones genéricas, con películas que son híbridos no sólo ya de su inquietud narrativa, sino también el reflejo puntual de una diversidad nueva en el terreno de la sexualidad y la vida cotidiana. En 1986 una cinta canadiense anuncia ya el inicio de esta pluralidad, La decadencia del imperio americano, de Denys Arcand, notable radiografía de los comportamientos de la clase media en los años posteriores a la revolución sexual.
En los años noventa se acentúan los fenómenos de moda —la masificación del video porno y la multiplicación de estímulos eróticos por la red cibernética— y esto acaba con la censura, o en todo caso la desactiva hasta volverla inoperante y ociosa. El mercado cuenta entre sus nuevas exigencias la inclusión de las minorías raciales y sexuales, que tienen una parte crecientemente activa en películas y series televisivas. Se toma en cuenta el éxito de actitudes iconoclastas: Pedro Almodóvar en España, François Ozon, en Francia, Wong Kar Wei, en Hong Kong, o Eytan Fox, en Israel; (Solos contra el mundo/The bubble, 2006), y en Estados Unidos las películas de Todd Solondz (Felicidad, 1998) o de Sam Mendes (American beauty, 1999), son garantía de éxito en taquilla, a pesar de su tema delicado (la pederastia), o tal vez por su manera desenfadada de abordarlo.
México no se muestra impermeable ante este fenómeno, y recibe el nuevo milenio con una cinta que es un triunfo instantáneo, Y tu mamá también (2001), de Alfonso Cuarón. Un año después, la jerarquía eclesiástica mexicana condena y al mismo tiempo sacraliza sin proponérselo a una cinta de apariencia transgresora, El crimen del padre Amaro, de Carlos Carrera. Las muestras y los festivales de cine responden de modo creciente a las exigencias y apetitos de un público sin paciencia ya para el regaño moral o la censura velada, mientras en las salas comerciales se recuperan las propuestas más novedosas en materia de sexualidad. ¿En la época de Queer as folk por televisión abierta quién podría ya denostar, sin fastidio, el auge de la diversidad sexual en la pantalla?
S U B I R
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