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Fichas para (des)ubicar a Heriberto Yépez
Evodio Escalante
Si su nombre fuera Narciso, sería un guitarrista de fama mundial. Pero se llama Heriberto y vive en Tijuana. Desde ahí ha armado una máquina de guerra contra el pensamiento osificado y senil. Una guitarra, una computadora, un cuerno emplumado no serían más que emblemas ociosos: trabaja con el lenguaje. Su máquina de guerra es el lenguaje, esa totalidad en movimiento. Por eso practica todos los géneros: la poesía, la crítica, el ensayo, la novela, la intervención artística, la psiconáutica, el blog. Es lo que de manera cursi se conoce como un polígrafo. Desde la época de Alfonso Reyes y de José Emilio Pacheco, heresiarcas modestos pero a la vez imprescindibles, no había surgido entre nosotros alguien que tuviera este sentido de la inteligencia promiscua, este disfrute lúcido del logos convertido en heterología.
Renunció hace años a la poesía, pero bastaría con lo que en este género llegó a publicar para que se le recordara en los pasadizos subterráneos de nuestras letras. Quien quiera comprobarlo, revise los textos de Yépez con los que se corona la antología que prepararon Harry Polkinhorn y Mark Weiss, Across the Line /Al otro lado. The poetry of Baja California (San Diego, Junction Press, 2002.)
La velocidad de su inteligencia produce vértigo, porque altera las coordenadas. La velocidad de la luz engendra la sincronía. El todo en todos. La velocidad es en sí misma una inaudita fuerza de compresión. El final empalma con el principio; la teleología con la arqueología; el cráneo con el coxis. La rapidez al límite todo lo convierte en esfera, en burbuja diáfana de cristal. El círculo de los círculos, que se tiene por inalcanzable, es ya de cierto modo realidad empírica, porosidad y pantano del troje en el que vivimos.
Ubicado en el vértice, en la cuña de dos culturas, fronterizo hasta las cachas, Heriberto Yépez es de aquí y es de allá, sin que esta contradicción lo aniquile o desgaste. Angloamericano y mexicano, aztlanero aunque no lo quiera por obra de la imaginación, y por lo mismo antichicano, hereda con igual intensidad a Pound y a Charles Olson que a Villaurrutia, Gorostiza o Mario Bellatín. A la perdurable influencia de su maestro, el legendario Horst Matthai, un discípulo de Gaos, el único filósofo alemán formado en nuestro país, se debe su predilección por Heráclito y Hegel. Ya es sintomático que su libro ensayístico más reciente, El imperio de la neomemoria (Oaxaca, Almadía, 2007), se abra con un epígrafe del pensador del fluir incesante.
Ha dado a las prensas dos novelas, El matasellos (México, Sudamericana, 2004), fabulación postmoderna a la que alguien reprochó, aunque usted no lo crea, que en sus parajes no se descubriera la ciudad de Tijuana (¡ sic !), y A. b. u. r. t. o. (México, Mondadori, 2005), reconstrucción psiconáutica del cerebro del presunto asesino de Colosio y a la vez una de las mejores radiografías acerca del México negado de nuestros días. Esta última quedó enlistada en la encuesta de treinta años de novela en México realizada por Nexos . Aunque agotada desde hace tiempo, la editora (¿Who knows his reasons? ) no la ha puesto de nuevo en circulación.
Igual que Borges leía a los grandes filósofos del idealismo alemán como secretos cultivadores de literatura fantástica, Yépez considera que lo mejor de Wittgenstein tiene que ver con su condición de místico y literato obsesionado siempre por problemas de estilo. Lo cito: “Ludwig Wittgenstein pertenece a la literatura, no a la filosofía. Es parte de la historia de la lógica, no de su espíritu [ … ] Su lucha con el lenguaje no es el desconcierto acostumbrado del filósofo con su instrumento de trabajo, sino la relación amor/odio que mantiene el poeta con su materia prima.” (Véase Ensayos para un desconcierto y alguna crítica ficción). En este mismo libro, se divirtió anunciando (y denunciando) lo que él carnavalescamente llama el “Pazentrismo de la cultura mexicana del siglo XXI. ”
“Absurdo, sólo tú eres puro!”, exclamaba Vallejo en Trilce. Con ello dio la pauta para todo, o casi todo lo que iba a venir en el plano de la creación. No es casual que en este punto Yépez trabaje de modo sistemático en la deposición de la categoría autoral. Los heterónimos de Pessoa se convierten en el emblema inevitable de nuestro tiempo. El heterónimo vampiriza desde el inicio la (con)sagrada propiedad del nombre, bien entendido como identidad del autor. De las propuestas que contiene Sobre la esencia impura de la crítica (Tijuana, Centro Cultural Tijuana/Conaculta, 2007), quizás la más sugerente reside en su manera de leer a Borges. Aunque el Borges de “El Aleph” tiene un lugar de privilegio en su fantasmagoría, el énfasis de Yépez en el voluntario pastiche de las Crónicas de Bustos Domecq, no importa que escrito en coautoría con Bioy Casares, nos descubre a un escritor muy próximo a las metafísicas ocurrencias de un Marcel Duchamp. Para entender las derivas del arte contemporáneo, mejor que “Pierre Menard, autor del Quijote”, habría que leer el “Homenaje a César Paladión” o demorarse “Una tarde con Ramón Bonavena.”
La crítica carece de “esencia”; necesita del otro para inventarse a sí misma, y en ese necesitar al otro también se ve en la obligación de crearlo. El objeto de la crítica es una fabulación de la crítica misma. Señala Yépez en Sobre la impura esencia de la crítica: “La esencia de la crítica es convertirse en un simulacro. El crítico siempre está escribiendo sobre su disciplina, pero lo hace de manera colateral u oblicua, simulando estar ocupado de algún libro, época o autor.” No falta en esta visión el cilicio de quien se inflige a sí mismo tortura: “La figura decrépita del crítico como animal parasitario o enemigo subrepticio del literato no puede ser eficientemente desmentida. Todo crítico encierra en sí mismo un personaje escurridizo y lamentable; es alguien que puede hacer de su subdesarrollo una ventaja.”
En Sobre la impura esencia de la crítica el (hetero)autor aborda (y desborda) textos de Laura Riding, de Oscar Wilde, de Xavier Villaurrutia, de José Gorostiza, de Rumi, de Hugo Hiriart, de Mario Bellatín, de Joseph Conrad, de Borges, de Cardoza y Aragón. Los desborda porque siempre va más allá de los textos, descubriendo las imposturas de la crítica, y haciendo de la misma impostura un acto a la vez de vandalismo y de creación. Se diría que la crítica precipita a la poesía (en el sentido de “apresurar”, pero también de “arrojar al vacío”) para poder salvarla mejor. Si, como asegura Yépez, “la infidelidad es el paradigma rector del lenguaje”, la prosa del crítico es un artilugio de rescate y vivificación. La inteligencia de la crítica parasita las obras y les devuelve lo que ya estaba implícito pero les faltaba en el pensamiento. Por eso concluye el autor: “Los autores expuestos en este libro son tan sólo algunos ejemplos notorios de cómo la literatura crecientemente se imagina a sí misma en forma de crítica.” Estamos, imposible negarlo, en la era hegemónica de la reflexión.
Foto: Ricardo E. Tatto |
Yépez cree en la teoría del solipsismo textual. Por eso afirma: “Cada obra es una mónada cerrada (Leibnitz) en que cualquier referencia ajena es impertinente.” Encontramos ahí mismo: “Creer en el valor extratextual de la escritura es una aberración. Han sido nuestros pésimos hábitos de lectura crítica los que nos han inculcado la idea de que el valor de un texto excede su propio límite verbal. Ya lo saben los taoístas: el lenguaje no puede expresar nada del mundo. El lenguaje no habla del mundo.”
El lema filosófico de Yépez fue descubierto hace ya muchos años por la escritora estadunidense Laura Riding, y dice así: “La verdad siempre se despliega en un número infinito de círculos que tienden a ser, pero nunca son, concéntricos.”
No me parece exagerado señalar que uno de los modelos tangibles de El imperio de la neomemoria, de Yépez, es el muy sonado Anti-Edipo, de Deleuze y Guattari. No lo digo para emparejarlo según la lógica mimetizante de la analogía hoy en boga, sino para singularizarlo en lo que tiene de único. Los análisis que arropa este libro en torno al mito de Edipo pueden descobijar a cualquiera. Se trata de una de las interpretaciones más originales y más perturbadoras que nos sea dado encontrar en cualquier lengua. Son éstas, para mí, las páginas maestras de este caótico, prolífico y a veces excesivo discurso que se ocupa en su mayor parte del pensamiento de Charles Olson y su valor para entender esa extraña realidad que son unos Estados-Unidos y su co-cuerpo mexicano.
Edipo, leemos estupefactos, es un tirano tiranizado. “Es evidente que el mito de Edipo, desde su arranque, involucra la relación del amo y el esclavo.” “Edipo es un mito elaborado por los sirvientes, un mito hecho para ser escuchado por los amos.” Más allá de Freud, pues.
La visión sorprendente y genial, empero, está tiranizada por la velocidad, y acaso por una nostalgia anárquica del cuerpo orgiástico originario. La aceleración logarítmica del pensamiento (Instant Karma) borra curvas y sinuosidades, con lo que el mundo especulativo de la esfera queda anulado por la mentira de la línea. Ahí mismo, en la sugerente y poliédrica interpretación del Edipo, a la que por supuesto, hay que acudir con cuidado, esta recaída en el más básico prekantismo, quiero decir, en la suposición de que es posible conocer prescindiendo de estructuras a priori : “Si tuviésemos oídos sabios escucharíamos que lo que la tragedia edípica comunica es que no debemos siquiera tener modelos generales sobre la realidad. Vivir bajo el auspicio de cualquier sistema –El Cuatro. El Tres. El Dos– es vivir tiranizado –por el control de lo UNO.”
Estimo que el panta rei, el “todo fluye” heracliteano, no debe fluir tan rápido como para que borre los ángulos roñosos de la realidad. La facilidad de las asociaciones puede ser una zanja para el filósofo. Por eso el Hegel de la Fenomenología sostenía que para no incurrir en el plano de los pensamientos edificantes (que por otra parte, no edifican nada) había que atender siempre a “la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo”. Que es como decir: sólo a través de este calvario de la mente podremos definitivamente superar el Edipo. Que este sea el colofón.
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