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Imaginación verbal
El lenguaje es una herramienta humana dúctil y diversa, una de las cosas que permite un incesante proceso de fabulación y transformaciones, a menos que la lengua, por razones históricas o demográficas, se encuentre en vías de extinción, si no es que se trate ya de una lengua muerta. En el caso de las lenguas vivas, una parte del dinamismo lingüístico se expresa mediante los juegos de palabras, las invenciones, las variaciones y una multitud de posibilidades que asoman en los albures, en la extensión metafórica del sentido de las palabras y, en un nivel complejo y poderoso, en los ejercicios literarios que suelen culminar en la poesía o en las creaciones estéticas de orden verbal, que se nutren –inevitablemente– de las cosas que se hacen o dicen en la calle. Monsieur Jourdain descubriría, azorado, que no habla en verso y que su lenguaje cotidiano se encuentra lleno de metáforas, sinécdoques, calembures, metonimias, palindromas, hipálages y una multitud de figuras más que parecen parte de la retórica, salvo que la poesía casi no ha inventado figuras que no hayan existido antes en la lengua: la poesía sólo afila, aguza y complica lo que es una propiedad general.
Cualquiera ha empleado la metáfora “eres un sol”, aunque Octavio Paz prefirió la complejidad de “un tigre bebe el sueño en esos ojos”; no hace falta saber que “no tengo ni un centavo partido por la mitad” es una sinécdoque, aunque Francisco de Terrazas haya elevado a poesía erótica la magnificación de unas piernas femeninas: “¡Ay, basas de marfil, vivo edificio/ obrado del artífice del cielo,/ columnas de alabastro que en el suelo/ nos dais del bien supremo claro indicio!”; una oración cristiana usa el calembur “ahora y en la hora de nuestra muerte”, pero Xavier Villaurrutia extremó el recurso: “Y mi voz que madura/ y mi voz quemadura/ y mi bosque madura/ y mi voz quema dura”; es fama que “Marlene Dietrich tenía buena pierna”, si bien González Bocanegra ofreció a los mexicanos una inolvidable metonimia: “un laurel para ti de victoria”; desde niños jugamos con el palindroma “Anita lava la tina”, leyéndolo al revés y al derecho, aunque resulta menos simple el siguiente, de Bonifaz Nuño: “Odio la luz azul al oído”; la expresión “¡cállate los ojos!” no deja de ser una hipálage simplona en comparación con “las estudiosas lámparas de la biblioteca”, cortesía de Borges. Para algunas personas, las figuras del lenguaje común pueden parecer “sencillas”, pero nadie puede negar la complejidad lingüística que representan.
El lenguaje tolera los extremos: desde la ininteligibilidad de las germanías hasta la indignación de los “puristas”. En el caso de éstos, pareciera tratarse de inquisidores lingüísticos que se han otorgado a sí mismos el deber de velar por el casticismo de la lengua. Alguna vez me tocó presenciar la manera como un adulto reprendía a un niño que había empleado la palabra apantallado. El inquisidor regañó: “Esa palabra no existe, no está en el diccionario”, con lo cual pretendía asegurar que son inexistentes las palabras no recogidas por algún mamotreto (en el caso que comento, es casi seguro que en la cabeza inquisitorial revoloteaba el de la Real Academia).
En otro contexto, un ya doctorado profesionista comentó poco doctamente la aparición de un diccionario de mexicanismos: “¿Por qué de mexicanismos? Nosotros hemos echado a perder el español. Además, ¿ese diccionario me permitirá entender a los emos y a los darquetos?” La falta de rigor y la ausencia de perspectiva dejan ver en este intolerante y docto malhumorado a una persona cuya inclinación parecería ser el español de España, no obstante que su manera de hablar y escribir refleja fielmente a un usuario del español de México.
¿Qué decir en el caso de una muchachita que manufacturaba muchas quesadillas y a quien uno de los invitados quiso halagar? Éste le dijo, a saber: “¡Qué bárbara! ¿Cuántos kilómetros de masa llevas preparada?” La pasmada joven respondió: “¡La masa no se mide por kilómetros, sino por kilogramos!”, expresión que trasluce su enfado por trabajar con tantos metros de masa. ¿Sería impreciso decir: “dame otra de flor”? Ya se sabe que lo correctísimo sería: “dame otra quesadilla rellena con flor de calabaza”; más aún: “dame otra pieza de harina de maíz, doblada y frita, rellena con… (pues, desde el criterio purista, no debe llamarse quesadilla a un producto que no contenga queso: ¿la de flor debería llamarse floridilla?)
Allá los puristas y sus inútiles rabietas: zambullámonos en la imaginación verbal, propiedad de todos.
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