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Javier Sicilia
Marco Antonio Campos, la conciencia del dolor
Alguna vez escribí que Marco Antonio Campos pertenece, como César Vallejo, a la estirpe de los poetas del dolor, a esa estirpe de seres que por una extraña y dolorosa gracia se les concedió no sólo sentir, sino decir el sufrimiento de una época. En Campos, sin embargo, y a diferencia de Vallejo, ese dolor está marcado por la conciencia del sinsentido. Hijo del fracaso del '68, nacido en la era de los genocidios, del genoma, de la computadora, de la muerte de los bosques y del amor, de la exaltación del mercado, Campos, como Paul Celan, sabe que del mundo que alguna vez conocimos sólo queda el humo. Pero a diferencia de Celan, que tuvo que escribir en la lengua de los asesinos para purificarla, devolverla a su estatus humano y rememorar el pasado, Campos no habla mediante imágenes tan complejas como el horror que habitaba al rumano. Su poesía es directa. No tiene como referencia una cultura asesinada y borrada en los crematorios de Auschwitz, sino su propia persona que camina por un mundo despoblado de signos.
Toda su obra poética habla desde allí, pero es sólo, quizás, en Viernes en Jerusalén (Visor, Madrid, 2005), donde Campos sintetiza lo que de otras maneras nos ha dicho a lo largo de su obra.
Más allá de la mitad del camino de la vida, extraviado en diversas ciudades –Quebec, Jerusalén, Cafarnaum, Viena...–como un forastero, inclusive en su propia tierra, Campos se detiene en un café o en una habitación y contempla la casa familiar, los hermanos, la madre, los amigos, la colonia de su infancia y de su juventud, sus amores, sus sueños, sus lecturas.... Todo está allí, rescatado por las formas de la memoria en el poema, pero destrozado por la inane uniformidad del presente. De ahí el título del libro que resume para mí no sólo el contenido de ese poemario, sino el de toda su obra: en un mundo como el nuestro, cada día es viernes (el día de la muerte de Cristo) y cada sitio es Jerusalén (el lugar de su pasión). Como en aquel viernes y en aquella ciudad donde el odio de los hombres asesinó a Cristo, matándolo a lo sensible –muere como un fracasado, traicionado o negado por los suyos, experimentando la antítesis del amor que predicó–, y a lo espiritual –en ese momento terrible, Dios calla–, el poeta, atrapado en un universo que ha despoblado el mundo de sentido, está muerto también a lo sensible y a lo espiritual. Rodeado de signos sin significado, el hombre es un forastero sin casa ni Dios, una “pasión inútil” y adolorida, una casa deshabitada.
Foto: archivo La Jornada |
La analogía puede parecer pretenciosa y, sin embargo, no lo es. Si Cristo nos revela a nosotros mismos y, como lo mostró Bloy, en cada vida se repite su pasión, la poesía de Campos y su conciencia de esa pasión en el microcosmos de su propia vida nos permite leer la nuestra. Llena de armonías que no excluyen ni las rupturas ni las disonancias, podemos escuchar en el tejido verbal de sus poemas las asociaciones y separaciones, las coincidencias y los accidentes de nuestro propio dolor, que es el de nuestra época: el de las sombras y la oscuridad del Viernes Santo.
No hay, sin embargo, y a pesar de esa lúcida conciencia, una desesperanza total. Frente al vasto desierto de nuestra época, en ese viernes en Jerusalén, hay como en Cristo una luz. Campos la mira en el propio acto de cantar, de rememorar, de salvar todo en el corazón del poema que balbucea la resurrección: la evidencia de lo más oscuro de la noche coincide con el despuntar de la luz que se insinúa. Campos lo dice hermosamente al final del poema que da título al libro, pero también en el poema con el que lo cierra: “Pero en serio, ¿valió la pena?”: “[...] y sin embargo aseguro que al menos la poesía/ me dio otra cosa: una manera de mirar la mirada de los pájaros migratorios/ [...]/ de apreciar más a fondo la ligereza y la dulzura corporal en la mujeres,/ de admirar en las tardes y las noches las hileras de los mástiles/ en los puertos, la higuera y el olivo/ en medio del huerto en la noche azul de Jesucristo azul,/ porque el reino de Dios no estaba cerca, sino en nosotros mismos.”
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco- cm del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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