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Hugo Gutiérrez Vega
UN RETRATO DE LUIS RAFAEL SÁNCHEZ (I DE II)
“¡Río grande de Loíza... alárgate en mi espíritu”, así cantaba Julia de Burgos desde las calles del barrio neorriqueño (Loisaida, en español antillano, lower east side en inglés administrativo), a su río, su pueblo y su gente. Los fríos, el mucho desaliento y todo el desasosiego la mataron unos años más tarde. Cayó en una acera de Nueva York, con el rostro contra el suelo y la poesía hacia todos los cielos. Sus palabras fluviales me ayudan a entrar a otro río: el del espíritu, la forma y las palabras de Luis Rafael Sánchez, maestro del barroco antillano y heredero de nuestra Sor Juana en el arte de salir siempre con bien, y con mayor fortaleza, de los laberintos que él mismo ha creado.
La prosa de Luis Rafael está emparentada con la obra de muchos escritores pertenecientes a diversos siglos: Cervantes, Pérez Galdós, Valle Inclán, Palés Matos, Carpentier, Emilio Belaval, Cesaire, Sarduy, Arenas, Cabrera Infante.
Su manera de escoger siempre las palabras más precisas, más capaces de expresar los temas y las ideas, nos obliga a decir con gozo que es valleinclanesca; sin embargo, hay en su prosa una cualidad única e intransferible que nos hace paladearla como si fuera un trozo de melaza exacto en su dulzor. Por otra parte, es tan directa que puede hacer sangre en el ánimo de los lectores. Los “jüeyes” de ominosas pinzas que caminan por el pasillo de “la guagua aérea” (los vuelos Nueva York-San Juan), aterrorizando a las pulcras azafatas y a los enérgicos pilotos, organizan una escena surrealista hecha con las realidades inmediatas de la isla borinqueña y de sus gentes, tanto las que se van como las que se quedan.
Decía Carlos Marx que el arte verdadero tiene una sustantividad independiente. Luis Rafael escribe con la voz de su pueblo y con su propia e intransferible voz, y lo hace por amor, alegría y conocimiento profundo de su oficio. Los lectores entran por la puerta de las palabras a su reino de guarachas y Macho Camachos, de Daniel Santos importantes por su heroica voluntad de ser nada más ellos mismos, de politicastros melifluos e inhumanos, de literatones inflados de vanidad, pompa y circunstancia, de parejas en conflictos y en acuerdo, de niños creciendo con gustos y penas, de parejas tropicales y cielos sitiados por los monstruos de la rasquiña tecnológica. Las palabras de este escritor grande y riguroso saben sus oficios y mueven las caderas en la sempiterna danza antillana. No en balde es discípulo formal de Palés Matos. Su prosa danzarina nos clava “su aguijón de música” y ya no podemos ni queremos salir del mundo borinqueño, ni del mundo privado y lírico de nuestro autor. Se trata, en fin, de un encantador de lectores que nos otorga su sinceridad, su compasión y su maestría formal.
En una república hispanoamericana manda a diestra y siniestra el generalísimo Creón Molina, y en las calles amanecen los letreros de la protesta. En la prisión, Antígona Pérez, con su “anatomía angular” y el cruce de razas que le marca el cuerpo y el alma, inicia la acción dramática con uno de los más intensos monólogos del teatro contemporáneo: “Nombre, Antígona Pérez. Edad 25 años. Continente, América. Color no importa. Traigo una historia para los que tienen fe. Alguno advertirá: es demasiado joven para decir algo que merezca oírse. Cierto que soy joven, pero esta juventud del cuerpo ha sido acunada por la triste vejez del alma. ¡Poesía! Claro que poesía. Si tengo 25 años y voy a morir mañana.” Esta obra, que Luis Rafael titula La pasión según Antígona Pérez , es, junto con Quíntuples , la parte medular del teatro luisrafaeleano. Nuestro autor, a diferencia de otros narradores latinoamericanos que incursionan, para nuestro tedio y desgracia, en el mundo del teatro, es un hombre de escenario, con muchas tablas y un conocimiento a fondo de la gramática del género. También ama el cine y gusta de fabular sobre sus mitos ya sacralizados y sus leyendas en proceso de mitificación.
(Continuará)
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