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Tras las barras y las estrellas
Agustín Escobar Ledesma
Ilustración de Juan G. Puga |
Si Max no hubiera caído a la cárcel, tal vez jamás en mi vida habría ido al otro lado. Fue un viaje obligado por las circunstancias, había que visitar al amigo que se entrampó en un problema intrafamiliar, acusado de supuestos tocamientos a una menor de edad, razón por la cual lo sentenciaron a cinco años en Avenal Prison. Maximino, de padre queretano y madre zacatecana, pertenece a una de las familias trasnacionales que la emigración está conformando; lleva quince años viviendo en Santa María, California, lugar en el que casó con Esperanza, con quien procreó a Lenny y Michael, de cinco y nueve años, de nacionalidad norteamericana, en tanto que en México quedó la mayoría de su familia. Max y su prole norteamericana forman parte de los más de 42 millones de inmigrantes de lengua española (12 millones de ellos con estancia ilegal); una población que se niega a ser considerada como ciudadanos de segunda en el seno de la sociedad anglosajona.
La carta de auxilio de Max a una de sus hermanas nos acompañaba:
Querida carnalita, ¿cómo estás? Espero que contenta y bien de salud, fíjate que estoy metido en un lío que pensé podría resolver yo solo, pero el asunto se me fue enredando. No quiero que te vayas a asustar, a pesar de todo, my problem no es cosa de vida o muerte pero, no sé ni cómo decírtelo, desde abril de 2005 I' m in jail (no sé por qué siento que si te lo escribo en inglés, mi situación va a ser menos difícil) y es por ello que no les he hablado ni a ti, ni a mis hermanas y mucho menos a mi mamacita linda; si mi esposa les ha llamado para decirles que estoy bien, no es porque ella quiera mentirles, es porque yo le dije que no les comentara ni media palabra de la situación en que me encuentro.
Claro que yo les puedo llamar desde los teléfonos de este lugar, pero como no quiero que nadie sepa que estoy aquí, no lo hago porque cada tanto una grabación se entromete en la conversación diciendo “Está usted hablando con un reo de...”, situación por demás mortificante para cualquiera. Carnalita, luego te explico por qué estoy en este lío, por el momento te suplico que no le digas a nadie en qué lugar estoy, ¿ok?, que Dios te bendiga a ti y a mamá y mis hermanas. Max”.
Kavafis: “Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca/ debes rogar que el viaje sea largo,/ lleno de peripecias, lleno de experiencias./ No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,/ ni la cólera del airado Poseidón.” La verdad es que me asustan más los aviones que los gigantes antropófagos; no soporto los despegues y los aterrizajes, siento un terrible vacío estomacal que despresuriza mis intestinos. Por otra parte, para mí, el idioma inglés ha sido un temible cíclope que me infunde un pánico arquetípico y, al arribar al aeropuerto de Los Ángeles, ni siquiera sabía cómo hacer una llamada telefónica de los aparatos públicos, ¡qué desolación! ¿Cómo podría amparar a mi esposa y a mi hijo, mis acompañantes, en esta Babel multicultural? La ventaja era que, a pesar de estar rodeados de anuncios en inglés, el numeroso personal de intendencia del aeropuerto era hispano, al fin y al cabo Los Ángeles continúa siendo suelo mexicano, me decía a mí mismo para equilibrar mis desbordadas emociones.
Por lo demás, la aparición de anglicismos en nuestro idioma cada vez es más recurrente, hemos sustituido el “muy bien” por el “ o kay ”; finalizamos las conversaciones telefónicas con un “ byeee ” cantadito, además de imitar el lenguaje gestual televisivo al emplear el enfático yes ! triunfador, pero esas cuantas expresiones no me servían para nada. La americanización de México, llama a este fenómeno el periodista chicano Joseph Contreras, autor del libro Tan lejos de Dios. El México moderno a la sombra de Estados Unidos (Grijalbo, México,2006). Mención aparte merece la influencia del idioma español en el sur de Estados Unidos, donde el espanglish trae de cabeza a los gringos.
Volviendo al aeropuerto, hay que decir que a nosotros nadie nos esperaba, sólo llevábamos una dirección y el número telefónico de un zacatecano pariente de mi esposa, a quien jamás habíamos visto en nuestras vidas. Por fortuna, una señora que trapeaba el albo mármol del aeropuerto, dijo que para hablar por teléfono se necesitaban tres coras ( quarter : moneda de 25 centavos de dólar), al tiempo que, solidaria, nos las regalaba para que habláramos. La verdad es que yo me sentía como el personaje del chiste que se cuenta entre los latinos de esta región: “Había una vez un muchacho que cruzó la frontera sin saber ni jota de inglés. En el camino le dio sed y vio que alguien sacaba una soda de una máquina tragamonedas. Él también se acercó al aparto pero le faltaron diez centavos de dólar, según se lo indicaba la pantalla del armatoste. Y como en inglés diez centavos se escribe dime , el muchacho se arrimó esperanzado a la máquina para susurrarle: ‘Quiero una soda.'”
Después de dos intentos sin éxito en un teléfono público, la tercera fue la vencida, logramos el contacto, razón por la cual nos ubicamos a la salida de una de las enormes salas del aeropuerto, con una cartulina que nos daba identidad en un fólder con grandes letras negras con mi nombre estampado. Después de aguardar una hora, que se nos hizo tan larga como si estuviéramos en la sala de espera del purgatorio, se apareció el tío a quien jamás habíamos visto, en una camioneta manejada por su hijo, a quien tampoco conocíamos y, peor tantito, ni siquiera sospechábamos de su existencia. Nuestro salvador, que nosotros creímos se trataba de Leonor, en realidad resultó llamarse Eleazar, quien tiene la ciudadanía norteamericana, una esposa y cuatro hijos. Eleazar llegó de ilegal a Long Beach unos años después de que el Rey Lagarto se asoleara en las playas de la Costa Oeste de California.
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